Última tarde de María Celeste.
Especial para Eco Italiano
El sonido expurga todo sentimiento de culpa y es una bendición. La tarde es siempre la misma cosa, una imagen que solo el suceder eterno de las estaciones va indicando los cambios cíclicos del universo. La hermana María Celeste se revuelve en la modesta cama en su celda del convento, escuchando el murmullo femenil de sus compañeras que oran acompasadamente.
No hay más música que la misma música que brota de su alma. Por momentos son melodías torrenciales que incitan al deseo de contacto carnal con otro ser; a veces son el trinar de un pájaro en los árboles de la huerta, otras, una paz inexplicable. Tal vez eso sea lo que se llama Dios. La música siempre estuvo en su vida.
El abuelo de María Celeste era músico, uno de los más grandes de su tiempo. No lo conoció. Según dicen tañía el laúd como los ángeles del cielo. Su tío, el hermano menor de su padre también fue un respetado laudista y compositor de sonatas y tocatas, un hombre amante de la belleza como todos en su familia. Su padre no es músico pero hace música. Cantando, imitando pájaros al sol de la Toscana. Quiso serlo alguna vez pero no se dedicó porque sus intereses son múltiples: estudió medicina y abandonó, entonces se hizo matemático. Ahora se ha metido en una buena cuando pasado los cuarenta años decidió que lo suyo es la astronomía. Las mentes inquietas, los espíritus móviles, mercuriales, son así, no encuentran nada porque siempre están buscando, dicen las gentes. Por eso siempre se encuentran a sí mismos.
De su padre atesora uno de los dones más raros que se pueden tener: el amor. El mundo, desde los tiempos de Adán y Eva no ha sido precisamente pródigo en este sentimiento. Su padre tiene una vida disipada a los ojos de muchos pero para ella es un ser luminoso como las estrellas en la noche. Desacartonado, espontáneo, dicharachero y a veces condescendiente con la grosería, es un hombre de mirada curiosa y de hábitos mundanos que ensalza, como su amor por las ciencias, animado de un espíritu para el buen comer y el buen beber, acompañado de música y de sol, del canto de los pájaros de la rotación de la Tierra que genera, según Pitágoras, música.
Su padre es también un ferviente enamorado de las letras, de la poesía. Nunca faltan en sus labios una cita del poeta que admira desde su juventud: Dante Alighieri. Su pasión por el dolce stil novo, por Boccaccio y otros grandes de la lengua de Italia lo llevaron a dictar una conferencia cuando era un joven de poco más de veinte años. Disertó sobre el Infierno de la Commedia en la flamante Academia Florentina.
Las artes son una manifestación de cosas similares a las que estudia la ciencia pero en un lenguaje diferente. Las sensaciones y el regocijo del alma es lo que dicta la forma de entender a los versos de los grandes poetas y de admirar las voluptuosas curvas de los escultores y arquitectos toscanos. Todo está, sin embargo, unido. El saber humano es una parcelación que busca simplificar el entendimiento de ciencia y arte, pero en el más allá todo es una única esencia.
Celeste Tomó los hábitos a los trece años porque al ser de padre pobre y nacida de fornicación —según los registros de la parroquia de San Lorenzo, en Padua— no era buen partido para la sagrada institución del matrimonio. Extraño que algo tan pio necesite de dinero para consumarse. Pero la ley de los hombres a veces prima sobre la ley de Dios.
En el Convento de San Matteo, aquí en Arcetri el sol de la tarde juega en el piso del patio disfrazado de sombras. Estos rincones de soledad e introspección, rodeados de viñedos y de huertos en una suerte de oración silenciosa, agradecen la bendición del sol toscano. Es en estos alrededores donde su padre vive actualmente en una prisión domiciliaria, de por vida. Las circunstancias lo llevaron a cometer los errores que hoy día paga con la privación de su libertad aunque no le faltan muchos de los gustos que siempre se dio en vida. Los gansos rellenos, las perdices, la polenta con tocino, el vaso de Colline Pisane y todas las ricas comidas que son su deleite terreno suelen verse en la mesa de la casa de campo, no tan distintas a las pitanzas que ella recibe en el convento y que más de una vez acompaña con vino comarcal.
Su padre está procesado por la inquisición que considera que la observación objetiva de la naturaleza no es válida sino está sujeta al credo. Es un alivio saber que su condición de religiosa pueda permitirle tener un contacto directo con Dios para pedirle por su alma.
María Celeste, de treinta y tres años como el Redentor, María, por la Virgen, salud de los enfermos, refugio de los pecadores; Celeste por el amor de su padre por la astronomía, cristianizada Virginia antes de tomar los hábitos, hija ilegítima de la criada Marina Gamba, agoniza.
María Celeste se revuelve en la fiebre y confunden su cabeza una retahíla de imágenes y recuerdos. El aleteo de querubes y serafines, el titilar de estrellas y planetas, el viento en la mañana de Florencia, las figuras dolientes de la Virgen María, de santa Catalina de Siena y santa Margarita de Cortona. Una melodía confusa de recuerdos de tiempos pasados y futuros, una procesión de figuras desconocidas y de caras extrañas que se acercan y le susurran cosas al oído en un aliento tibio que humedece las sábanas. El ámbito conventual se llama a un silencio transparente quebrado por un coro de letanías que piden por el buen camino de alguien que está por partir. La disentería no es una cosa que perdone y sabe que se está yendo. ¿Adónde?
Ve el cielo, y asciende flotando. No es el cielo poblado de seres beatíficos como los de la cúpula del Duomo; es un cielo de astros brillantes orbitando unos alrededor de otros, un mundo luminoso y puro que incordia a las tinieblas y confieren paz a su mente febril.
Son los mismos astros que tanto ama su padre, Galileo Galilei.
Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 20 de octubre de 2023