Pietro y la polenta
Especial para Eco Italiano
Revuelve la olla canturreando una tonada mientras la amiga le comenta algo al oído en voz baja. Se ríen a carcajadas por una ocurrencia que nunca conoceremos, tal vez algún comentario sobre la cotización de uno de los cortejantes en el mercado del amor. Uno de ellos es jornalero, avispado y presto al comentario jocoso y de doble sentido; el otro, un romántico incurable, de esos que se valen de la música para la conquista.
El hombre pasa por la cocina. Lleva los bolsillos del sacón atiborrados de pinceles y enseres de artista. Los faldones acusan una mancha de color aquí, otra allá, reveladoras de una mano nerviosa y apasionada que se limpia con frecuencia en lo que encuentra. Su actitud es introspectiva pero divertida. Se pasa el pulgar por debajo del labio inferior y sonríe. Apura el paso y va al taller con un sueño en la cabeza. La vida le ha regalado otro cuadro.
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En la ciudad sobre las aguas el arte se configura en la comunión entre lo natural y lo cultural. Las calles, los canales y los puentes son una amalgama de historia y sentimientos. En Venecia todo está unido y es imposible distinguir las cosas como entes individuales. Las iglesias barrocas con sus frescos, los rastros del arte bizantino —botín del impío saqueo de Constantinopla— se dan cita en este punto del universo y junto a las costumbres de sus habitantes conforman la ciudad misma.
Un hombre, dotado de una singular capacidad para interpretar todo esto, decidió pintar la urbe a partir de sus personajes y de diversos episodios. Se llamaba Pietro Longhi y nos dejó obras únicas.
En 1751 un rinoceronte llamado Clara llegó a Venecia de manos de un empresario del entretenimiento y fue un suceso en toda la ciudad. El animal, entonces una rareza en Europa, concitó la atención de la clase acomodada. Longhi aprovechó la oportunidad para pintar al animal y sobre todo a los personajes que iban a verlo. Para el pintor, la verdadera esencia del evento no residía en el animal sino en las actitudes y las manifestaciones de los hombres y mujeres que estaban a su alrededor. El producto de esta experiencia es un cuadro titulado El rinoceronte.
La obra más que un cuadro parece una moderna viñeta de historieta y es un antecedente de la fotografía periodística de sociales. La llegada de Clara coincidió con el periodo del carnaval y en la pintura se puede ver que una de las damas lleva un antifaz negro. Ese elemento le da un acento particular a la escena.
Si lo comparamos con otros pintores contemporáneos notaremos que el trabajo de Longhi es de alguna manera ingenuo. Los rostros y los personajes son simples, casi como caritas sugeridas. La fuerza no está en la perfección técnica sino en la ingente capacidad que tiene el artista de transmitir las actitudes y el alma de los retratados.
En El rinoceronte parece que el animal está desinteresado en el auditorio a quien tampoco le importa mucho contemplarlo. Con una apatía casi humana, el rinoceronte come un poco del forraje que han esparcido en el piso del recinto. El desinterés y aburrimiento que trasunta se contagia a la comparsa de burgueses que asisten al espectáculo. Los venecianos estaban en esa época ya cansados de su pasado de ciudad misteriosa y exótica y nada les colmaba la capacidad de asombro.
La belleza de las obras de Longhi reside en la espontaneidad con que nos muestra escenas cotidianas y por la naturalidad que transmite en sus cuadros. Son obras que se invitan solas a ser colgadas en una cocina, para alegrar la vida de todos los días. Pueden estar expuestas en los grandes museos, ser analizadas por los grandes curadores pero nunca van estar desubicadas en el ambiente doméstico en forma de reproducciones o copias fotográficas. Longhi fue un exponente genial de la pintura de género —posteriormente conocida como costumbrismo— junto al gran pintor francés Antoine Watteau, referente del estilo rococó.
La polenta es una escena que está ambientada en una cocina. Cuatro jóvenes, dos cocineras y sus dos festejantes se reúnen en torno al elemento más importante de la obra: una olla de polenta recién cocida que es vertida sobre un trozo de tela por una de las muchachas. No son mozas infatuadas. Son personas que tienen la sencillez y la alegría irresponsable de la juventud. La gran porción de polenta es el centro geométrico del cuadro, el elemento gravitante que capta de inmediato la atención del observador transformándose en un objeto cuasi religioso. Uno de los personajes del cuadro está en un trance místico adorando la belleza y regodeándose con el plato de polenta que engullirá en breve.
En estos periodos históricos de feroz consumismo y de vanidad insana por la figuración y el renombre de oropel es valioso recordar que cosas que vemos y tenemos todos los días son más importantes de lo que uno piensa.
Contemplando esa polenta depositada en la mesa, observando el brillo que Longhi sugiere con pocas pinceladas puedo acceder a otros mundos. Esa polenta es una entrada a otra dimensión donde el pensamiento puede pasearse libremente en una danza de asociación de ideas y experimentar la esencia de la experiencia estética. La comida es una excusa, un punto de reflexión, casi un fetiche que nos induce a emprender un camino interior.
Esa es la genialidad del pintor.
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La muchacha escucha el comentario jocoso de la compañera sobre la falta de garbo de uno de los pretendientes. No importa. En las lides del amor a veces hay cosas que van más allá de la mera presencia. Toma la olla caliente con cuidado y se dirige al recinto donde los festejantes aguardan famélicos, esperanzados y divertidos. Vierte la polenta en la mesa. Al levantar la vista ve a un transeúnte extraño. Tiene manchas de colores en el saco y la observa sonriendo mientras se rasca con el dedo el labio inferior.
Las dos mujeres se miran un instante y sin dejar de sonreír levantan los hombros al unísono. El hombre ríe e imita el gesto para franca diversión de las fámulas, que no pueden estar más felices.
Ignoran que una multitud de ojos las mirarán para siempre.
Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 27 de octubre de 2023