«San Petersburgo, Italia» de Florencio Nicolau

 

 

San Petersburgo, Italia

Especial para Eco Italiano

El sonido de los pasos se apaga por la nieve que cubre el empedrado de las calles. Dos hombres introspectivos caminan por el paisaje amarillo de una pintura viva. San Petersburgo es un conjunto de ciudades superpuestas, cada una con una historia particular, con sus muertos y sus vivos. Los fantasmas de toda la nación rusa se dan cita en las plazas para admirar el logro del gran Pedro, apodado Grande por su poder político y por su estatura de más de dos metros.

La ciudad es una nube que desciende sobre la tierra y arrastra consigo una reunión informe de ángeles y demonios que busca arraigarse. Los cambios que se han vivido en los últimos tiempos han conformado una línea de horizonte nunca vista sobre el mar Báltico, con campanarios foráneos, agujas doradas y cúpulas que están más emparentadas con San Pedro en Roma que con una catedral ortodoxa. Son los justos y pecadores, los ricos y pobres, los humillados y los ofendidos los que rendirán alabanzas al zar de todos los zares creador de esta ingente muestra del ingenio y de la belleza.

El colorido contraste de las fachadas con las cúpulas doradas le da un aspecto extraño, un mundo de fantasía oriental entreverado con la cultura de la Europa continental y mediterránea. La ciudad es una embajada del arte de la lejana Italia en medio de una región de lagos y abedules, donde el verano se eterniza en noches blancas, un crepúsculo eterno que modifica cada año el pulso de sus habitantes.

Los dos hombres se detienen a escuchar el estampido sordo del cañón que dispara una salva desde la Fortaleza de San Pedro y San Pablo, diseñada por el suizo Domenico Trezzini.

El disparo rasga la blancura de la niebla y una voluta de humo blanco lleva al cielo el mensaje que aquí en la tierra, desde 1703, una nueva ciudad se presenta ante el teatro del mundo como una protagonista consentida y soberbia. La belleza de la urbe se impone con la magia de los frontispicios y rocallas diseñados por los florentinos Rastrelli, padre e hijo, que han obrado un milagro poco común para un par de arquitectos: hacer toda una ciudad.

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Carlo Bartolomeo Rastrelli lleva en la sangre todo el arte de su natal Florencia, ciudad de pasiones y bellezas, residencia de insignes pintores, antiguo escenario de violentas luchas entre güelfos y gibelinos con sagaces y rápidas armas blancas en las calles. Cuanto sabe de arte lo pondrá al servicio de Pedro el Grande que quiere ubicar a su feral nación en el mundo brillante de las cortes de la Europa continental. Brillará como escultor dejando un busto del zar que causa la admiración de quien lo contempla.

Debe hacer lo que no existe en un país con una tradición harto diferente a la que trae de su taller de orfebre, escultor y arquitecto. Con elementos del barroco de Italia da a conocer una nueva manera de hacer palacios, iglesias y monasterios. Se trata del barroco ruso, estilo de suntuosidad y provocación, una clara manifestación de sus ideas de la arquitectura italiana en tierras extranjeras. El tratamiento de los grandes espacios, el mensaje altivo y de poder incalculable que transmiten sus creaciones son una de las pruebas más fehacientes de la pasión y empeño que pone en desarrollar su arquitectura.

Carlo Rastrelli se enamora de Rusia y decide no volver a Italia; se queda toda la vida junto a su hijo Francesco Bartolomeo, arquitecto.

Algunas obras de Carlo Bartolomeo Rastrelli como el Palacio Stroganov mantienen la fachada intacta hasta el día de hoy.

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He caminado por San Petersburgo.

Es una ciudad onírica, bañada de luz y oro sobre la línea del río Nevá, vestida de cordialidad y misterio. Las calles son una plétora de historia que involucran a varias generaciones de fantasmas que alguna vez transitaron los palacios y las plazas. Los espacios verdes son amplios, concebidos para albergar multitudes. Es también una ciudad de muerte, azotada por la guerra de un enemigo insaciable que no logró doblegarla y que dejó un millón de petersburgueses muertos.

En San Petersburgo, Italia y Rusia estarán siembre hermanadas a través del arte. En el Museo del Hermitage, uno de los más grandes del mundo, hay un corredor construido por deseo de la emperatriz Catalina que es imitación de una de las galerías de Rafael Sanzio en el Vaticano. En otras salas podemos admirar las obras del escultor Antonio Canova, pinturas de Tiziano, la Madonna Litta, del gran Leonardo da Vinci y la Madonna Conestabile y la Sagrada Familia con san José imberbe ambas del divino Rafael.

La ciudad es un museo vivo, un espejo para cada alma humana que la visita. Una de las sensaciones más acendradas que se percibe en la ciudad es la de encontrar una respuesta a una pregunta que, al arribar, no sabíamos siquiera que existía.

Los Rastrelli padre e hijo llevaron Florencia y otras partes de Italia a una región extraña. Creo verlos en algún momento de un día cualquiera, comiendo pastas en un caserón de la ciudad báltica mientras entresueñan con ideas que van sacando de las diferentes ciudades de la península con su rico arte. Carlo Bartolomeo y Francesco Bartolomeo son esas personas que perfilan su vida a medida que la van transitando. Su norte no está definido por una meta sino que el movimiento mismo de su existencia y su arte es lo que va modificando un territorio, una forma de ver el mundo. Detrás de su paso van dejando una ciudad entera.

Los Rastrelli se pasean por Rusia de peluca empolvada y blandiendo sus bastones con empuñadura labrada. Los vienen haciendo desde hace trescientos años y lo harán por mucho tiempo más en las orillas del mar Báltico, mirando hacia Finlandia con Italia en sus ojos.

Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 3 de noviembre de 2023

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