El niño lee de Florencio Nicolau

 

El niño lee

Especial para Eco Italiano

El niño lee.

Esa tarde que descubre la lectura los árboles de la quinta familiar se mecen en una primavera esplendorosa de pimpollos y flores. Alguien le da un libro para que ejercite sus primeras palabras aprendidas en latín o para que se regocije con historias ligeras en italiano. Es su primer libro, la lectura que deleita, la que uno busca como un camino elegido y no la impuesta por el maestro para impresionar a los padres.

Su imaginación le hace mudar de sensaciones y ese anochecer, antes de dormir, sueña con paisajes desconocidos que el libro ha puesto en su mente hasta el postrer día, porque la lectura crea imágenes que nos acompañan siempre. Jugando con las manzanas durante el almuerzo mira el reflejo de la luz en la piel de la fruta y piensa en las tradiciones de los romanos, en el accidentado periplo de Odiseo o en las sentencias de Séneca. La lectura es una puerta de entrada y ese niño la ha traspuesto para no salir nunca más.

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Al niño le es presentada una dama anciana, tal vez una tía abuela o una de esas allegadas a una casa que nunca sabemos de dónde vienen y por eso las rodeamos de un aura de misterio.

Cubierta de dignidad y nobleza goza del respeto de toda la concurrencia que forma un semicírculo en torno a su silla mientras una mano gentil le alcanza una copa de vino. Ve al niño y se une a él de inmediato: las almas similares se atraen. Le pregunta si es cierto que le gusta leer y el niño asiente. La connivencia se ha declarado entre ambos. La anciana esboza una sonrisa de musa en los labios y en el rostro y comienza a recitar de memoria unos magníficos endecasílabos que cuentan la historia escandalosa de un mundo subterráneo. Los ojos del niño se llenan de brillo cuando uno de los comensales le dice al oído que esos versos son de un florentino llamado Dante.

Percibiendo que sus palabras no han sido en vano, la dama continúa recitando en una curiosa lengua fragmentos cortos que, según le explica, tratan de un mundo en donde los animales adoptan actitudes humanas. Es la primera vez que el niño escucha el griego de Esopo.

El niño lee de mañana.

Lo que queda sin leer en las páginas por la penumbra de la tarde anterior le ha quitado el sueño. Temprano, con el sonido de los criados que ajetrean platos y jarras en la cocina, busca el libro. Ya tiene obligaciones como todo niño de buena familia pero no puede evitar saber como continúa la historia de Julio César en la Galia. Hace dos años que es lector y ya conoce los escozores de la incertidumbre que produce la lectura inconclusa.

El niño lee de noche.

Ya no es un niño y el amor llega a su casa desde otra tierra en forma de una prima. Primero los sonrojos traidores entre los árboles de la quinta, después hay una mano sobre la otra preludiando el beso. Luego llega la noche que es todas las noches y ninguna y siente que la mujer llena su alma de ángeles y de cosquillas. Escondidos en alguna habitación de la casa y custodiados por amigos fieles y criados sobornados, hablan de amor y cuando conjuran los nervios y se entregan al desenfreno del deseo perpetran el designio de los amantes. Luego mirándose a los ojos en el lecho revuelto leen en voz baja y cansina la disputa entre Julio César y Vercingetórix. La lectura da tema para cualquier momento.

Esa noche hay demasiadas estrellas en el cielo.

El niño lee y el sonido del pincel sobre el lienzo se cuela agradablemente entre las letras. La tarde es un incierto punto del universo donde se encuentran solo él, su libro y el pintor. No sabemos que lee. Tal vez Plutarco o Las florecillas de San Francisco. Solo interesa la energía que trasunta su aspecto relajado y sonriente de niño feliz, pues la lectura a edad temprana es felicidad para siempre.

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Vincenzo Foppa vio alguna vez un niño que leía. No sabemos quién es ni lo que lee. Sin embargo el pintor lombardo nos dejó una idea de pequeño lector, ensimismado con una sonrisa de placer mientras otea las páginas de un libro que cautiva su imaginación. La tradición nos dice que el niño del cuadro es el filósofo y orador romano Marco Tulio Cicerón, niño aventajado, hijo de un hombre de letras y que estudió desde muy joven con grandes maestros. Cicerón comenzó a escribir poesía cuando era adolescente.

No importa si el niño es Cicerón o no lo es. El joven lector de Foppa está vestido a la manera del Renacimiento y no como un niño de la antigua Roma. Pero no importa nada de esto porque la esencia misma del cuadro es la celebración de la lectura temprana en nuestra vida, que invita a la reflexión y la introspección, nos da solaz y conjura a los genios atrabiliarios.

Foppa fue uno de los más grandes pintores de Lombardía y un fiel exponente de la manifestación del Renacimiento en el norte de Italia. Su figura cayó en el olvido pues fue eclipsada por Leonardo da Vinci cuando arribó a Milán en 1482 para ponerse al servicio de Ludovico Sforza. Mucha de su obra está perdida, lo que contribuye aún más a que su nombre no esté entre los más citados en las historias del arte, a menudo tan arbitrarias y sesgadas.

Nos ha dejado imágenes trascendentes de la pintura. Una de ellas es, curiosamente, La Virgen del Libro, una representación de María leyendo.

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En el sortilegio de la siesta —hora propicia para la lectura de acuerdo a los sentimientos, costumbres y posibilidades de quien escribe— presiento en las hojas de los árboles del patio la historia del niño lombardo que se regodea con un libro.

Sé lo que quiero en la vida: ser un niño que lee.

Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 11 de noviembre de 2023

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