Reflejo del maestro de Florencio Nicolau

Reflejo del maestro

Especial para Eco Italiano

Mi rostro no es mi rostro. Es el de todos, el de Dios.

El joven mira la superficie del espejo y vuelve a ver el camino de los astros que giran en torno a un centro aún incierto. Para muchos, el sol gira diariamente en torno a la tierra y la corte de los planetas Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno repiten la danza con curvilíneas reverencias cada vez que pasan mirando a nuestro orbe. Para otros, el centro es el Sol. Dios ordenó todo a la perfección y la misma exquisita precisión de las esferas está en nuestro mundo sublunar. Simplemente no conocemos cuales son las leyes que las rigen.

Desde hace años los hombres andan un poco nerviosos. Caminan por todos lados como hormigas antes de la tormenta e indagan en cosas que nunca antes habían pensado. Han empezado a realizar cálculos y a construir instrumentos para preguntar a la naturaleza acerca de su intimidad. Hace pocos años unos portugueses y españoles demostraron que la Tierra es una esfera. Pagaron caro el descubrimiento: a uno de ellos se lo comieron asado unos aguerridos y semidesnudos seres que pululaban por un barroso estuario vaya saber donde porque no hay mapas, todavía. El mapa es repetir una realidad en un papel para crear otra realidad. El caso mismo de la repetición de la belleza en la superficie plateada del espejo.

La luz que se adapta a las curvilíneas formas de la superficie devuelve una mirada y un alma. ¿Cuántas veces en tardes de desolación y de desconcierto por no comprender el universo soltó imprecaciones contra Dios? La física es una realidad que nos rodea indistintamente de los hombres y mujeres que intuyan sus leyes. El reflejo de la luz tiene reglas universales, las mismas que la rigen desde que la voz de Dios habló el primer día. Pero esas normas del creador escapan a nuestro entendimiento pues son, en definitiva, arcanos insondables.

Cierra los ojos luego de contemplarse en el espejo y mira hacia adentro. Se le confunden los sentidos. El color es insípido pero de una textura que invita a la búsqueda de una verdad que nos se encuentra fácilmente. Es este universo complejo y excitante, el que está fuera y dentro de su cabeza el que le quiere dejar sobre el lienzo. Para eso hay que afrontar la realidad que a veces no puede ser traducida fielmente al dibujo o la pintura por las convenciones de los maestros y las escuelas. Lo artificioso será, pues, una herramienta válida para dar un intento de explicación a lo que me rodea.

Los esfuerzos del hombre no serán en vano. Llegará un día en el cual lo que hoy es extraño, casi un número de feria de vanidades, será lo común y las gentes de bien recorrerán el mundo con una visión preclara del funcionamiento y el orden del cosmos. El descubrimiento del lenguaje con el que Dios creó todo será el habla habitual de hombres y mujeres. Tal vez sea una lengua compleja que requerirá de años para aprenderla, tal vez sea una lengua simple de dos letras cuyas combinaciones permitan describir el infinito. Las consecuencia de esto serán fastas para quienes la empleen con la sabiduría que requiere y nefastas para quienes jueguen irresponsablemente con ellas. Pero habrá un grupo ingente de tibios, de descomprometidos que jugarán a una doble moral. Esos serán los verdaderamente dañinos.

Los humanos nos arrogamos el privilegio de ser los elegidos, los niños mimados de Dios. Pero apenas somos una reunión informe de experiencias delebles, más dados a mostrar miseria que grandeza. Nos casamos según los sacramentos y luego nos maltratamos mutuamente con nuestros cónyuges. Gritamos a nuestros niños, caemos en la bebida, en el juego y el habla tabernaria. El idioma de Dios será para algunos pocos.

Los elementos del cosmos son la esencia para entenderlo en su totalidad. En la composición de las sustancias convergen innumerables componentes que todavía no conocemos y cuya intimidad se puede indagar mediante una iniciática dedicación al estudio de los saberes ocultos. A pesar de las prohibiciones de los papas y de los hombres de poder debo indagar en los amarillentos grimorios y membranas que hablan de los espíritus que insuflan la vida en la materia inanimada. Así también la busca de metales y la creación misma de la vida. La alquimia es mi esencia como lo es mi obra: una colección de sombras y luces, de deformaciones de la realidad (¿realidad?) que provocan esa cosa esotérica que designamos belleza.

Alguna vez me fue encomendado pintar el momento de la vida de Saulo de Tarso en su camino a Damasco. Entendí que el apóstol vivió ese momento único en que nos damos cuenta de quienes somos realmente. No todos tienen su oportunidad. A la gran mayoría les toca recorrer su camino sin encontrar ninguna señal y morir tan comunes como nacieron indistintamente de los bienes materiales que hayan acumulado. A mí me pasó lo mismo que a Saulo cuando comencé a esbozar la obra y me di cuenta de algo asombroso. Dios, que valora a todas sus criaturas por igual, eligió al animal como su designio. Por eso puse al caballo como figura principal, como un ser beatífico que es el verdadero instrumento de la conversión. Sé que obré correctamente.

Mi rostro no es mi rostro. Es el de todos, el de cada uno de mis semejantes y a su vez es el rostro de Dios que nos contempla. La deformación que me devuelve el reflejo no lo ensombrece ni degenera. Es una forma más de verlo, un aspecto de la realidad que solemos pasar por alto porque solamente asumimos una sola por vez. Pero la existencia de visiones alternativas, de otros colores, de otras formas, está todos los días en todas partes.

***

El hombre anquilosado y nervioso, de abundante e hirsuta barba, recorre las calles hablando de la piedra filosofal. En su decadencia les recuerda a los habitantes de Casalmaggiore la tarde en que el espejo convexo le devolvió la imagen de un veinteañero apuesto y aniñado que tradujo en una pintura. No tiene aún los cuarenta años y ya es un anciano. Las leyes del universo han trastocado su alma y su mente y apenas puede alternar con otras personas manteniendo un diálogo coherente. Hoy está lejos de ese muchacho reflejado en el espejo pero, irónicamente, más cerca.

Llamado Parmigianino por apodo y costumbre, cristianizado Girolamo Francesco Maria Mazzola, natural de Parma, pintor de capillas y alquimista, vaga y delira en un continuo soliloquio.

Tal vez algún día lo entiendan.

Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 17 de noviembre de 2023

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