Ulisse y la serpiente dorada

de Florencio Nicolau

Ulisse y la serpiente dorada

Especial para Eco Italiano

A la luz del sol de la mañana, fresca, primaveral, cargada de aromas que estimulan la mente y la observación un hombre mira embelesado los pétalos de una flor. Es una maravilla de la creación con detalles que se dibujan sobre la superficie nacarada, como un mensaje de la divinidad a los mortales que puedan leer su idioma.

 Mientras juega con el tallo entre sus dedos piensa que la naturaleza es la más fuerte manifestación de Dios y su obra. Este jardín es su creación, el trabajo de muchos años colectando árboles y arbustos de todas las comarcas del país y del resto del mundo. A veces, pecando de orgullo, supone que el creador sintió lo mismo cuando contempló el luminoso Edén al finalizar el sexto día para que, luego, Adán y Eva se encargaran de ensombrecerlo.

 El jardín botánico es su mundo, el que construyó con esas manos ya envejecidas y en donde pasa casi todos los días de su existencia desde hace ya treinta años. Mucho tiempo para un hombre pero un efímero parpadeo para los tiempos de la naturaleza. Mirando los árboles del jardín piensa en su vida y el devenir de los episodios que le tocaron en suerte, sumiéndose en un soliloquio:

 Mi padre, Teseo, importante funcionario me brindó una esmerada educación. Lo recuerdo como un hombre lector y culto, amante del conocimiento y de las ciencias, con una genuina y acendrada pasión por la literatura clásica. Por desgracia y destino murió cuando tenía siete años y mi seguridad trocó en aventura. Viajé por Europa desde los doce años, una edad en donde las ideas se forman dejando una impronta que el tiempo jamás borra. Conocí de joven la intolerancia religiosa y su consecuencia, la acerbidad de la cárcel.

El estudio ha sido el numen y el destino en mi vida. Todas las ciencias han sido de mi interés y no hay campo del conocimiento que no haya visitado a través de la lectura y de la observación. La gente siempre se asombró de mi inclinación por el saber y aquí en esta ciudad de sabios y comerciantes surgió mi apodo de “el Aristóteles de Bolonia”.

Una noche, hace muchos años, tuve un sueño extraño. Una serpiente de oro escapaba del jardín del Edén emitiendo un sonido cristalino como de copas frotadas con un dedo húmedo. Se deslizaba entre la hierba hacia el árbol de durazno bajo el cual estaba descansando con un libro. Cuando la serpiente se acercó me dijo en una voz neutra y tranquila: «Ulisse, comienza a hacer un jardín que represente a todos los jardines del mundo, reconstruye el Edén que me fue dado privar a los hombres y mujeres. Se el nuevo creador, devuelve a tus pares el Paraíso Perdido».

Cuando desperté supe que tenía que hacer y no perdí tiempo.

La magia de las plantas me cautivó siempre. El mundo de los vegetales con su permanencia y su presencia silenciosa dice más cosas que muchas personas fatuas que conocí en mi vida. Cada color de las flores o forma de las hojas constituyen un lenguaje que puede ser leído con fruición por quienes devengan en intérpretes del mundo verde. Tal vez mi verdadera profesión —la que todos llevamos dentro y no la que otros hombres falibles nos conceden en letras rimbombantes sobre membranas y pergaminos— sea la de intérprete de la naturaleza, un nexo entre el cosmos y el resto de los hombres y mujeres.

 Del mundo de las hierbas me fue dado aprender y reconocer las sustancias que contienen y que generan diferentes estímulos en nuestros cuerpos. Hierbas para dormir, para regular la sangre, para digerir, para ser mejores en las artes de Eros. Existen también hierbas para ver visiones y escuchar las voces de seres ya marchitos que alguna vez convivieron con ellas en el jardín del Edén. Sé que desde la lejana América llegan cada vez más estas plantas que los habitantes de selvas frondosas y de desiertos de fuego usan para comunicarse con sus múltiples dioses, que tal vez sean diferentes avatares de Dios.  Algunas de ellas dejan la totalidad o parte de los cuerpos insensibles a los dolores más intensos que pueda soportar una persona. Tal vez algún día podamos usar esas sustancias para curar las heridas de la carne sin producir padecimiento.

 Lamentablemente los boticarios de Bolonia tienen ojeriza a mis investigaciones sobre antídotos y fármacos. No quieren saber nada con que les quiten los privilegios de ser los únicos preparados para suministrar sustancias y me tratan con la displicencia característica de los que creen tener siempre razón. Me señalan a mis espaldas y lanzan invectivas concebidas por mentes atrabiliarias. Sé que en el futuro habrá quienes pretendan apoderarse de las hierbas curativas para convertirse en mercaderes de la salud. La maldad humana es ilimitada como la esfera de las estrellas.

 El verdadero templo de Dios es la Naturaleza con sus animales y plantas. He estudiado los árboles y los seres más extraños. Esa es mi oración al creador, sumergirme en su obra para comprenderlo y convertirme en una persona de bien. He brindado a mis alumnos el conocimiento de la vida a través de la observación directa. Muchos colegas no comprenden que el conocimiento y la sabiduría no están únicamente en los libros que hablan del mundo sino de la experiencia que pueden darnos los sentidos acerca de su verdadero aspecto y funcionamiento. La experiencia es la base del conocimiento genuino. Hace unos años un pisano tildado de estrafalario, cuya gracia es Galileo, comenzó a experimentar para conocer las leyes de la física usando pesos, ruedas e instrumentos de medición. Sé que estamos en el camino correcto, cada uno de nosotros en su campo de acción.

Pero la perfección y la omnisciencia de Dios es tal que en la creación no olvidó las contrapartes. Nos guste o no el mundo está poblado de monstruos. Seres informes o deformes, anómalos, con dos cabezas en un cuerpo, animales de ojos múltiples y miembros exageradamente grandes, descendientes de Behemot y Leviatán y de otros seres mencionados en la Sagradas Escrituras. Es por eso que me he abocado a dejar una obra única, profusamente ilustrada, mi Monstrorum historia, en cuyas páginas desfilan en impertérrito silencio los dragones, los grifos y las sirenas, hermanitos unidos por la cabeza y la extraña mandrágora, un ser mitad planta y mitad animal con propiedades mágicas y curativas. Los monstruos son el otro aspecto de la perfección, el recordatorio que la belleza es la consecuencia simple de que existen cosas que no nos agradan. Si no existieran estos seres abyectos e incompletos no podríamos admirar el resto de la creación. Por eso es que los franceses han poblado sus catedrales de gárgolas y seres diabólicos. Dios lo tuvo en cuenta y esto es una manifestación más de su excelencia y amor. Sin embargo nunca encontré entre estas abominaciones a la serpiente dorada de mi sueño.

Me llamo Ulisse Aldrovandi y soy un enamorado de la Naturaleza, indagué el mundo de los animales y de los monstruos, escribí sobre los insectos, esos compañeros inseparables del hombre, conformé gigantescas colecciones de minerales y de hierbas desecadas, estudié la medicina y la filosofía. Podría legarles mi obra, mis aventuras, mis cientos de cartas con botánicos y naturalistas de toda Europa.

Pero solo les dejaré el jardín botánico que una serpiente me ordenó construir aquí en Bolonia.

Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina,  21 de diciembre de 2023

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