El templo en la colina

De Florencio Nicolau

El templo en la colina

Especial para Eco Italiano

La cuesta es empinada pero mis piernas han sido bendecidas por los dioses. Nuestro pueblo no ha temido jamás al suplicio de las largas caminatas y por eso hemos expandido nuestras fronteras. El ritual de los animales sagrados, que indican el inicio de la primavera señalando la dirección de nuestras futuras colonias, ha favorecido una vez más a mis compatriotas. La luz de las estrellas, que codifican palabras que solo los iniciados entienden, ha signado la gloria de nuestro pueblo y de Quirino, el rey dios. 

En Esta tierra de pinares sagrados y de lechuzas que hablan el lenguaje de la noche hemos encontrado un lugar pletórico de animales y de tierras feraces. Tal vez por nuestros orígenes de montañeses buscamos en este paisaje de colinas nuestro nuevo hogar.

 Hace varias primaveras escuché, al amor de una fogata, el relato de un hombre muy viejo. Era una noche aún fría y la danza de las llamas con las sombras incitó a la imaginación y despertó el temor reverencial que reside en el corazón los bosques.

 Contó el viejo la historia acontecida muchos años atrás cuando él era apenas un cachorro en la manada. Hablando con altibajos en la voz, expresiones mudables en su semblante y gestos ampulosos de brazos versaba sobre dos niños perdidos en uno de estos montes. Nadie sabía de dónde venía ni por qué se habían extraviado, pero lo cierto es que los habían encontrado cuando los amamantaba una loba. Se tejieron leyendas en torno a sus vidas que nadie nunca pudo confirmar.  Se rumoreaba que fundaron ciudades en las colinas solo para luego convertirse en enemigos. Uno de ellos, el más fuerte, soberbio y aguerrido tuvo la insolencia de decir que era Quirino, nuestro dios. Por eso, nos dijo el viejo, sus descendientes son gentes de arrogancia y de facilidad para condescender a la lanza y el escudo ante cualquier afrenta. Nos contó que en la guerra marchan como tortugas bajo un techo de escudos por donde sobresalen las moharras.

 El viento se deja sentir en la cima del monte en donde estoy para venerar a Quirino, el guía de los sabinos. He venido a pedir por mi descendencia, por mis ganados y mi hogar. Los dioses son cuidadosos de quienes le rinden pleitesía pero más lo son de quienes muestran una devoción sincera por su poder. Sé que los pinares, los lobos y los conejos que nos brindan el sustento son sus protegidos y que me dará una larga prole. Tal vez mi destino sea morir atravesado por una punta de nuestros enemigos, hijos de lobas y descendientes de hombres lejanos que pelearon una guerra calamitosa y cuya derrota los trajo aquí cargando sobre sus hombros a sus ancianos padres.

El arrebol de la tarde comienza a perder su esplendor y se avecina la noche. Sé que es un sacrificio pasar las horas de oscuridad cumpliendo con mi deber de sabino y de súbdito de Quirino; sé que el sacrificio valdrá la pena. El frio comienza a sentirse en el cuerpo protegido por pieles y por el reparo de un añoso pino. La somnolencia se apodera gradualmente de mis ojos y de mi mente. El doble imperio del sueño y la vigilia toma mi espíritu. La gran estrella roja brilla en el este. A su lado la virginal espiga blanca acepta su cortejo, La conjunción de los dos astros de colores dispares hechizan a los hombres y a los dioses. El cielo es un rebaño infinito de puntos brillantes.

Veo al hombre.

Un individuo de piel atezada por la intemperie y con barba ligeramente desordenada que manipula unas formas planas y de color claro en las manos, que de vez en cuando frota con una ramita. Está pensativo. Sé que es Quirino aunque nunca lo había imaginado así. Se pone en cuclillas depositando las formas planas en el suelo desnudo, muy cerca del altar. De pronto la forma comienza a desdibujarse en la bruma. Una casa gigante que llega al cielo y se impone ante mí de forma recia y solemne. Es un edificio vivo. Sus paredes son curvas y se unen en formas extrañas y estructuras como árboles de piedra sostienen los techos. Arriba de todo, seres alados sostienen lo que parece un escudo. El hombre se para y mira contemplativo la gran casa. Algunas partes estan incompletas y hay fuertes cuerdas que parecen servir para levantar rocas y colocarlas en las partes altas.

He visto la casa de Quirino, el dios rey, el adalid de la guerra, lo más sagrado entre lo sagrado para nosotros los sabinos, el verdadero pueblo.

***

 Francesco Borromini recobra el aliento entre resuellos luego de emprender la empinada calle que lleva a la cima del monte Quirinal. 

 Piensa con un escalofrío en los pueblos sabinos que cohabitaron este monte consagrado a Quirino —de donde proviene el nombre— y cree sentir un espíritu que lo atraviesa, como un chubasco de aire helado que se cuela entre los pinares y los hace cantar. Hoy es el primer día que pisa esta tierra en donde va a erigir un templo a pedido de Francesco Barberini, miembro de una  familia de cardenales y prelados amantes de las obras públicas. En su afán de embellecer la ciudad han derruido antiguos solares para ver emerger palacios marmóreos y fuentes sofisticadas. Roma ha cambiado mucho en pocos años. Maffeo Barberini—Urbano VIII—llegó a sacar el bronce del Panteón para construir el baldaquino de San Pedro. Los romanos acusan indignados: Aquello que no han hecho los bárbaros, lo han hecho los Barberini. La familia tiene al nepotismo como su más refinado vicio: en los pasillos del palacio papal es difícil no encontrarse con algún funcionario que lleve el apellido Barberini.

El arquitecto piensa en el encargo: un templo consagrado al dios trino y Carlo Borromeo. Los recursos no son abundantes, y el espacio es más bien pequeño. Pero ha concebido un diseño único en el mundo de la arquitectura. Sabe que el resultado puede ser un escándalo para muchos pero está empecinado en hacerlo. Será un templo de planta oval, una idea que ha introducido Miguel Ángel. Las formas curvas que modelan la cúpula son un homenaje a las matemáticas y el poder de la geometría analítica que permite intersecar secciones para crear formas nunca antes vistas en la arquitectura. El templo es la celebración de la ciencia, del conocimiento y del inmenso poder de Dios que es tres y uno y que concibió la perfección del número y sus permutaciones en las divinas formas.

 Borromini entra al templo con su imaginación y recorre las columnas mirando hacia el majestuoso techo. La paloma del Espíritu Santo en la cúpula domina el silencio. Cierra los ojos para ver mejor la planta y regodearse con su diseño. Aprieta los planos en sus manos como adueñándose de su creación.

 Abre los ojos.

 Junto a un viejo pino, un hombre envuelto en pieles lo mira boquiabierto de rodillas.
Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 16 de marzo de 2024

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