Dedos paganos

Dedos paganos

Especial para Eco Italiano

 No hay más sonido que el de las cuerdas frotadas en una noche que se extiende más allá del planeta. La música es una dimensión más que el hombre ha conquistado sin saber cómo: espacio, tiempo, causalidad, música…

 Cualquier trastorno, sufrimiento, estado meditativo nos lleva hacia la dimensión musical, un mundo de triadas, de colores, de sabores expresados de maneras diferentes trastocando los sentidos. Pienso en mis dedos que se deslizan sobre las tripas del instrumento generando vibraciones que son las mismas del día de la Creación.

 Afino en la habitación bañada por el sol de la mañana. La ciudad se despierta y los sonidos entran por la ventana incitando a la imitación. Produzco una nota remedando el grito lejano de un vendedor, luego el sonido extraño de una lona que se despliega para cubrir un tenderete de verduras. Todo es música y me ha tocado en suerte ser el intérprete de toda esa sinfonía de colores que conforman la ciudad de Génova.

***

 Todo comenzó una tarde escondido en un cobertizo en la parte baja de la casa, un edificio cochambroso que alguna vez hizo las veces de almacén. En una ciudad portuaria abundan estas covachas en donde los mercaderes ávidos de monedas y de historias de ultramar construyen para proteger sus mercancías. En la semipenumbra ensayé los primeros movimientos con el arco, aventuré mis primeras afinaciones para luego aprender a hacer la scordatura, el arte —a veces siniestro— de cambiar las notas al aire de cada cuerda. Con el paso de los meses las manos y los hombros comenzaron a aflojarse para dar a luz a mis primeras interpretaciones: el movimiento lento de un concerto de Vivaldi o una tonadilla de esas que tocan los ciegos en la calle a cambio de un poco de piedad y nada de atención.

 Pero mis esfuerzos no eran suficientes. Siempre había una nueva dificultad que superaba tras varios días de trabajo arduo y agotador. Un trino rebelde, una melodía a dos cuerdas, un pizzicato saltarín que caía a destiempo. Sufría a pesar que tenía el talento suficiente para superar los escollos. Quería aprender y estaba dispuesto. Necesitaba, si necesitaba, convertirme en un virtuoso del violín para entrar al Mundo y no salir nunca más de él.

Una tarde agobiado por el estudio en el cobertizo entré a una iglesia. El padre oficiante, vestido en su ropa de celebración de la misa hablaba a la feligresía con voz tonante y sentenciosa. «Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer».

 Esas palabras del Evangelio de Juan (me enteré que eran de él luego) me dejaron con la boca abierta por un buen rato. Cuando la gente comenzó a salir de la iglesia quedé parado mientras las filas pasaban a ambos lados mirándome con ojos extraños, como si presintieran que estaba predestinado a estar allí solo.

Lentamente me dirigí al altar para hablar con el cura de voz grave y profunda que me había sentenciado con ese pasaje. Cuando estuve junto a él, me miró seriamente y solo me dijo:

—Hace tiempo que te espero. ¿Ya estás listo?

Lo miré a los ojos que tenían un dejo de locura. Una mirada vagarosa pero a la vez profunda y directa. Por las fosas nasales parecía salirle algo de humo cuando hablaba. Sonrió mostrando unos caninos amarillentos que me infundieron un miedo espantoso, ancestral, atávico.

—Quiero hacer los deseos de mi padre.

 Fue lo único que dije antes de cerrar el trato.

***

 Mis interpretaciones mejoraron rápidamente bajo mis dedos paganos.

Un día un transeúnte pasó por la calle y me escuchó tocar. No me acuerdo que pieza salía de mi instrumento pero el hombre quedó encantado. Me preguntó qué edad tenía y luego dijo que conocía a personas que estarían dispuestas a pagar —un poco al principio— para que sirva como músico en su casa. Y así fue como comencé mi carrera modesta hasta que, pasados los años y los sinsabores de ser un músico llegué a ser un importante violinista.

 Génova, Roma, Madrid, Londres. Asombré a los vieneses. Desfilé por todas las casas y todas las testas coronadas me rindieron pleitesía incondicional. Las familias reclamaban mi presencia casi pidiéndome un favor, pues sabían que fuerzas superiores e incógnitas estaban de mi lado y no del de ellos. Habsburgos y Borbones, Los Nassau y los Hannover eran para mí solo caras y cabezas empelucadas que desde una primera fila, rodeados de canes y de niños consentidos y molestos movían la vista, embobados ante la danza de mi arco. Llegué a la meca de lo imposible, San Petersburgo. Vestidos recamados, hombres con sacos ribeteados de hilos de plata y oro. El té humeante en brillantes samovares traídos por sirvientes que me tenían ojeriza. La ciudad se congelaba tras los cristales mientras yo, un violinista soberbio y joven de Génova, ilustraba a los grandes señores acerca del arte de soñar y de deambular por ese mundo paralelo que es la música. 

¿Qué más podía pedir? Dinero. Más que suficiente. El placer de la carne: demasiado. Tenía el mundo a mis pies y no existía un contrincante digno que pudiera batirme.

 Y así envejecí.

***

 La reunión no fue el producto de una cita ni  acuerdo alguno.

 Simplemente aparecieron los contrincantes en cada extremo de la larga calle cubierta. Los encuentros son precisamente eso. Intersecciones que uno no busca pero terminan aconteciendo de un momento a otro. Estábamos predestinados a batirnos allí, en esa  vieja recova de la ciudad, a la calurosa hora de la siesta cuando todos duermen. 

Era delgado y de tez cetrina. Los ojos almendrados miraban directamente dentro de los míos. Sí, dentro. A pesar de su extrema juventud, caminaba con un garbo señorial y parecía que los pies no se apoyaban en el suelo. Era como esas bailarinas de los entreactos de ópera que recrean una leyenda griega vestidas con tules y con peinados aderezados con diademas de oropel. Portaba el estuche malgastado y añoso de un violín. Aparentaba unos doce años.

 Sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarme a él y la hora señalada había llegado. Con entereza afronté el encuentro con este ser de procedencia imposible de determinar para un humano como yo. Asumí que iba a emprender una perorata con palabras difíciles y altisonantes para asustarme o destruirme con el simple acto de la oratoria pero, ante mi asombro, su alocución fue muy simple.

—Tienes que levantar el pagaré que le firmaste a mi hijo el cura.

 Se quedó mirando sin sonreír, la cara inexpresiva como una marioneta en su caja. Mostraba una tranquilidad fuera de lo real. Nadie de este mundo puede tener una impavidez de esa clase, sin alterarse por nada. El estuche del violín descansaba en sus brazos como un ataúd en miniatura, esa fue la sensación que me dio.

 El niño comenzó a abrir lentamente la caja de dónde sacó un violín de madera muy oscura y con evidentes signos de manoseo y maltrato. Lo dio vueltas dejándome ver la parte trasera del instrumento. La caja estaba desgastada de una manera que conozco a la perfección por años de profesión: eran las huellas dejadas por los golpes dados por el arco para marcar el compás de una danza. Alguna vez ese instrumento perteneció a un gitano trashumante que hacia bailotear a un pobre oso.

—¿Estás listo?

 Comencé con una extraña sucesión de sonidos arrebatados al fondo de mi cabeza, una sucesión de escalas cromáticas extensísimas seguidas por pasajes jugando con sucesiones de tonos completos. Buscaba amedrentar al contrincante con floreos y rarezas que pudieran confundirlo. Pero la suerte estaba echada y el niño parecía saber todo lo que yo iba a hacer.

 Arremetió con la música más dulce y extraña jamás oída. Una melodía que incitaba al llanto pero con un acompañamiento de cancioncilla cómica. Las dos fuerzas del universo en demonial contubernio estaban allí, entre sus cuatro cuerdas. Era asombroso que ese violín castigado por el uso sonara así.

 Contesté con una romanza en tono menor que evolucionaba hasta transformarse en una danza rápida y en modo mayor que remedaba el baile de las bacantes. La pieza la había compuesto hacia años pero aquí en este encuentro con el mal, cobraba una dimensión que nunca había imaginado. Los momentos de confrontación suelen ser los mejores para ver cuál es el arte que llevamos dentro.

 El niño se dio cuenta que yo no era fácil y trató de impresionarme con una seguidilla espectacular de fusas y de trinos imposibles para las manos humanas. Tocaba como un endemoniado mientras ponía los ojos en blanco y daba saltitos de cabra sobre el empedrado. La ciudad era un silente espectador de nuestro encuentro y ningún vecino salió a vernos. El tiempo se había parado y solo nosotros seguíamos en movimiento.

 Supe que ya estaba vencido. Y entonces se me ocurrió la idea más grandiosa que pude tener: usar el recurso infalible para trastornar a un intérprete arrogante y engreído. Mientras el muchacho sonreía esperando mi respuesta le espeté sin piedad en un francés que improvisé:

Pas mal, pas mal, mais ça pourrait être mieux

—¡¿Cómo que «podría» estar mejor?!

—Deberías hacer más claros los trinos, además la digitación está muy bien pero habría que reverla en algunas partes. Por otro lado la sucesión de acordes es un poco tonta y mejoraría agregando una séptima disminuida antes de la resolución de la primera parte. Creo, además, que hay cierta frialdad en la forma de atacar la primera fusa de cada grupo de ocho, lo que le resta cierta calidez expresiva a la dinámica. El recurso de introducir puntillos en la tercera corchea en el acompañamiento de la segunda parte está bueno pero habría que trabajarlo un poco más. En fin, buen intento…

 Sonrió mostrando unos caninos amarillentos y con un movimiento de la mano impidió que terminara la frase. Guardó violentamente el violín en su estuche-ataúd y me miró con cara de odio mientras espetaba:

—Voy a sugerirle a papá que abra un nuevo círculo en el Averno exclusivo para los críticos musicales. Escupió el suelo.

 Solo atiné a decirle:

Se por viejo, pero más por…

Cortó la última palabra con un gesto de desprecio y se plantó firme. Sacó la lengua (negra) y me mostró el dedo medio de la mano derecha. Luego se fue.

Suspiré aliviado al saber que había recuperado mi alma.

Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 30 de marzo de 2024

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