Pequeña Circe

Pequeña Circe

Especial para Eco Italiano

Paolo se puso el sacón negro de maestro y abrió la ventana de su casa en Módena. Una mañana luminosa, de esas que invitan a disfrutar del pensamiento.

He vivido toda mi vida en un universo de números y de ecuaciones, gráficos que se intersecan, cuerpos astronómicos que danzan de a tres en un espacio que concibo pero que nunca veré. Hoy me voy a caminar, a tomar un vino en el campo. No quiero hacer ni ser nada. La crisis de los cuarenta se acercaba.

Paolo había trabajado desde muy joven. Comenzó a impartir cátedra cuando aún no se había recibido. Dar clases de cálculo no es poca cosa cuando se tiene algo más de veinte años y ningún conocimiento de la vida.

 La mañana era de un esplendor celestial, esos despliegues de belleza que sabe hacer Dios para los mortales, en una escenografía de campos y pájaros y el sol coruscando entre las hojas de los árboles añosos a la vera del sendero. Los problemas matemáticos nos llevan por un camino seguro, que no es el de la vida. Los matemáticos vivimos en un universo de signos y de números tratando de encontrar el lenguaje de Dios. Sin embargo debemos padecer una carga sobre nuestras espaldas y es el hecho que aun—miles de años después del primer caldeo o egipcio— no podemos definir con seguridad qué es un número. Trabajamos sobre un ente difícil de comprender. 

 Los dedos de las manos nos han dado una ayuda para concebir los números naturales, ℕ, el campo que nos da la seguridad que dos y dos son cuatro sin que el suelo se mueva bajo nuestros pies. Pero a medida que nos adentramos en otros territorios las cosas cambian de color y se pueden trastocar algunas ideas, Los enteros ℤ; los reales ℝ y los imaginarios ℂ, el extraño mundo de la raíz cuadrada de menos uno.

***

En una aldea de nombre desconocido, un villorrio dedicado a la cría de cerdos y ovejas, esperaba una nena de unos nueve años sentada en una roca con improvisado cayado.

La anciana salió por la ventana de la casucha y gritó levantando las manos hacia el cielo para luego unirlas en actitud de oración.

—È matematica, per la santa madre di Dio e il sangue dei martiri, mia nipote è una matematica!!

Miré a la niña con los ojos entornados y quedé pasmado por la rusticidad de su belleza. Un hoyuelo en la pera y rizos, sucios, pero no desprovistos del encanto de las mujeres de nuestra tierra. Seguramente sus padres habrían muerto y estaba a cargo de los ancianos abuelos.

Cuando me acerqué a ella comenzó a hablarme sin preámbulos. Eso confirmaba cierta rusticidad y villanía involuntaria en su trato con la gente. Miraba hacia la nada y acariciaba a un cerdo.

Me miró parada y recitó:

—Vi el punto en donde las dos cercas se unen y se separan en ángulo recto. Una tarde dije: voy a poner una cantidad de pasos en un lado y la misma en el otro. Luego, paralelo a cada cerca uniré los grupos de pasos.  Hice las cuentas y marqué los pasos con unos palos para ver el  resultado. Quedó un camino recto que salía desde el punto donde se encontraban las dos cercas. Una senda diagonal recta, recta, como el camino que hago cuando busco las ovejas o las llevo a la aguada. Me pareció divertidísimo hacer esto, pero la gente de aquí—dijo señalando a la familia que tomaba el sol bajo el granero— me miraba con ojos extraños.

 Otra tarde hice lo mismo pero multipliqué por sí misma la cantidad que decidí tomar por mi cuenta y ganas. Me pareció poderoso elegir un número, era como Dios que decide cual es el destino de los hombres y de los animales de la granja, cuando muere una animal recién nacido y uno se pregunta el porqué. Tal vez por diversión divina o vaya uno a saber qué razón. 

 El lenguaje de la niña era, a pesar de lo rústico de su voz, cada vez más refinado. Paolo la miraba con los ojos bizcos de azoramiento mientras se ponía un pastito entre los dientes: variable independiente, se llama, dije en voz muy baja.

—Noté que cuando el número elegido se multiplicaba dos veces por sí mismo, el camino se curvaba mucho y se alejaba rápidamente de la cerca. Pero pasó algo entretenido. Dependiendo del número elegido noté que el camino cruzaba dos veces la cerca. ¿Significaba eso que si multiplicaba mi número tres veces por sí mismo el trayecto cruzaría tres veces la cerca? No tenía suficiente campo para comprobarlo pero estoy segura de que es así.

—Que pasaría multiplicando cuatro veces, cinco, seis, setenta…muy simple: cruzaría setenta veces la cerca ni una vez más ni una menos. ¡Dios es lo más divertido que hay! exclamó acariciando al cerdo y riéndose con un gusto único, con una mirada que no se ve en las personas comunes, acuciadas por los deseos de llevarse por delante el mundo y amasar fortuna. Esa niña ya era afortunada: había dialogado con Dios en su propio lenguaje.

 ¿Cómo había sacado esas conclusiones una niña desarrapada cuya responsabilidad era alimentar cerdos? Por ventura, el abuelo pasaba por al lado y saludó respetuosamente.

Las conclusiones que me expones son correctas, le dije a la niña mirándola a los ojos, situación que me generó una gran incomodidad.

 La chica se rascó el hoyuelo de la pera y en una enigmática pose pensativa de adulto me dijo.

—No estoy sola, cuento con ayuda.

 Imaginé a un joven estudiante venido a menos por la pobreza y el alcohol paseando solo por estos campos como yo. Vi el encuentro con la niña y el libro pringoso de donde le enseñó los rudimentos de las ecuaciones de segundo y tercer grado. Tal vez un joven soñador con complejo de Pigmalión en ciernes o bien directamente un depravado.

 La chica sonrió y con la cara más divertida del mundo, la luz en las mejillas y los ojos brillantes señaló al cerdo mientras se ponía el índice de la otra mano sobre los labios.

—Además me dijo que si multiplico el número elegido más de cuatro veces por sí mismo, la cosa se complica bastante.

 Repentinamente un escalofrío se instaló en mi cuerpo. Los pelos de la nuca se me pusieron erguidos como espinas y noté un pequeño temblequeo en las piernas. Recordé la historia de la legendaria Circe, la hechicera de la isla de Eea, que mediante engaño sedujo a la tripulación de Ulises y con artero sortilegio los convirtió en cerdos inmundos que encerró en una pocilga. La historia siempre me había cautivado por sus simbolismos y guiños pero nunca la habría imaginado como posible.

Recordé también un episodio policial acaecido hacia un lustro. El caso de Franco Montorfano un brillante matemático veinteañero, un verdadero talento que había desaparecido cuando realizaba —como yo— una caminata solitaria por estos parajes resolviendo problemas y pensando en los arcanos del universo.

 Cuando recuperé la compostura, miré a la niña y tratando de fingir una sonrisa me puse en pié y le desee buenos días antes de emprender una rápida retirada hacia la ciudad.

 No puedo asegurarlo pero juraría, por todos los santos que hay en el cielo y los coros de querubines y serafines, por los cuatro evangelistas canónicos y todos los apócrifos, que el cerdo estaba asintiendo con una sonrisa en los ojos igual a la de Franco Montorfano.

***

Ese año de Nuestro Señor de 1799 pasaron dos cosas extraordinarias y una habitual.

Un joven general de artillería de apellido Bonaparte signó su destino en Egipto y el matemático Paolo Ruffini publicó un libro con un extenso título: Teoria Generale delle Equazioni, in cui si dimostra impossibile la soluzione algebraica delle equazioni generali di grado superiore al quarto.

Y la muchachita desmalezó la huerta, como todas las primaveras, a mano, quitando una planta la primera vez, luego haciendo montoncitos de a dos, tres, cinco, siete, once, trece, diecisiete, diecinueve, veintitrés, hasta dejar las lechugas sonriendo al sol.

Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 6 de abril de 2024

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