De Florencio Nicolau




Historia sin título
Especial para Eco Italiano
¿Es un recuerdo, una historia que aconteció hace mucho tiempo? ¿O acaso una imagen de un entresueño, un delirio inexplicable, un retazo de irrealidad en la realidad? Sé qué hace mucho tiempo lo conocí, esbelto, la piel oscura brillante por el sudor. El más extraño de los hombres, el más curioso. Me enseñó que las palabras son solo palabras y que las acciones son palabras en movimiento que cambian cosas. Me llaman Antonio, genovés, marino. Nunca supe cómo se llamaba él.
He vivido, he perdido.
***
Antonio fue de Génova a Lisboa para enrolarse como marino de la corona.
Era el hijo de un rico mercader y eligió, tal vez acicateado por sus mayores, el camino inseguro y aventurero de la navegación. Se relacionó con los marinos avezados y se convirtió en un nauta de talento envidiable. Conocedor de embarcaciones y de cartas, de estrellas y de los diferentes olores que ofrece el mar a quienes tengan el suficiente olfato para interpretarlos.
Viajó, aprendió cartografía y astronomía. Un día, buscando vientos favorables, participó del descubrimiento de todo un archipiélago: una bien armada carraca de la flota se desvió y tocó tierra volcánica. El descubrimiento fue una bendición de Dios para los marinos y comerciantes de esclavos que fundaron un punto de encuentro al que llamaron Cabo Verde.
En esos años la misión comercial que estaba en boga consistía en el mercado de carne humana. Portugueses, italianos y otras naciones buscaban fuerza bruta en las costas de África a través de largas misiones de cabotaje que llegaban hasta un estuario imponente. Adentrándose, se llegaba a una red de afluentes del enorme río Gambia que penetraba en el continente hasta tierras desconocidas. En una de las incursiones a las playas interiores del estuario una tripulación de lusitanos dio con un grupo de lugareños que se acercaron a curiosear a los seres que descendían del armazón de madera y telas blancas.
La cacería fue de una violencia sin concesiones; gritos, golpes, persecución y niños que quedaron tirados en el barro mientras las botas de los navegantes y cazadores de hombres corrían en procura de la preciada mano de obra barata. Uno de los capturados era un muchacho de unos trece o catorce años, de fortaleza impar y de mirada penetrante. Junto a ocho o nueve compañeros de diferentes edades fueron como botín a Europa. Aparentaba ser el menor y un marino amalfitano, con evidente socarronería, propuso cristianizarlo Beniamino.
En el mercado de esclavos, años después, Antonio conoció a Beniamino y vio en el africano— Indistintamente de su aspecto o su cuna—un hombre. Para el genovés la gente inteligente no tenía color ni patria alguna, eran seres únicos y universales. Viendo la capacidad del joven compró, ante el estupor de muchos, el alma del africano y lo liberó.
La misma edad hizo que se sintiera acompañado de un amigo o del hermano que nunca tuvo en una familia donde las mujeres se duplicaban por arte de magia. Antonio le enseñó los misterios de la navegación. Beniamino le abrió los secretos de la lengua mandinga y le habló sobre las aves y plantas de su tierra, de caravanas que se internaban en el continente hasta un lugar mágico y pletórico de riqueza donde se veneraban a trescientas treinta y tres vírgenes —el Imperio de Tombuctú— en donde sabios insignes estudiaban las ciencias y los misterios de la naturaleza.
Antonio y Beniamino forjaron juntos los eslabones de una amistad intensa pero no expresada. El italiano tenía la duda sobre sus espaldas de conferir el público reconocimiento a la amistad con un infiel de tierras desconocida para la mayoría de los europeos. Con el correr de los meses formaron una unidad en la cual cada uno era epígono del otro, seres complementarios que generaban ideas nunca vistas en las artes de la marinería y del trazado de cartas. La unión de las ciencias del italiano con el conocimiento del africano dio por resultado mapas que causaron la admiración de los navegantes y también la envidia de cartógrafos incompetentes.
Beniamino observó por primera vez un mapa y entendió que los marinos intentaban hacer un inanimado mundo en miniatura. Le pareció que estas gentes extrañas de aspecto curioso y vestimentas absurdas tenían un ingenio singular, no muy diferente al de su gente que conocía, algunos, de memoria el entramado de estrellas en los cielos nocturnos.
Junto a Antonio, viajaron por Portugal para estudiar el arte de la cartografía con Enrique el Navegante. Trazaron rutas, observaron aves. En noches de estío Antonio le enseñó el arte de la bebida entre carcajadas irrefrenables. Cruzaron las fronteras y llegaron a Extremadura, donde el hombre de Gambia, conocedor de flores tropicales y gigantescos baobabs admiró la belleza del rebollo extasiándose con la curiosa forma de las hojas y las bellotas.
Para ubicarse en la tierra dependemos del cielo; para conocer las lluvias y las sequías del vuelo de los pájaros. El mundo es el río que serpentea tierra adentro y se abre en un mar inconmensurable como gigantesco desierto de agua.
Los marinos le preguntaron sobre estrellas y demostró mediante sus primeras palabras en portugués e italiano que poseía conocimientos de cierta importancia. Cuando les indicó con los dedos la posición de cuatro estrellas brillantes no lo entendieron. Hablaba de una constelación no visible en Italia y Portugal.
El don de lenguas no le fue ajeno a Beniamino que en poco tiempo hablaba correctamente los diferentes idiomas que se escuchaban en la escuela de Enrique el Navegante. Gracias a esto pudo aprender el arte del trazado de rutas en el mapa, el empleo de los portulanos y de la caligrafía apretada que indicaba los diferentes lugares de la costa, a pesar que nunca comprendió el entusiasmo de sus colegas con un papel que no era la realidad. ¿Dónde estaban en esa hoja los pájaros, las plantas, los taimados animales del río y, sobre todo, las estrellas? Se asombró cuando Antonio le contó que los astros también podían dibujarse en un papel.
II
El mundo está en mí. Mi corazón es un animal de este río que se mueve llamando a las fuerzas del agua y del cielo, de la tierra y del aire. Mi corazón es un pez que gira sobre sí mismo buscando salir del pecho para hundirse en el barro y surgir luego como miles de hermanos. Mi corazón contiene a todo mi pueblo, el canto de las mujeres, las palabras del brujo que conoce la tierra como nadie porque es un elegido. Mi corazón es de aquí aunque puede ser llevado a todos lados.
***
Tempus fugit. Los años han pasado Antonio y Beniamino conocen las costas de África como pocos, con todos los detalles de sus accidentes, presencias de árboles, olores, nidadas, aves migrantes que confirman el paso exacto de los meses y los días. Juntos han aprendido a leer y comentar entre ellos en un curioso cocoliche ítalo-mandinga la geografía del continente. Los comerciantes los contratan porque saben que son los mejores entre los mejores, una dupla inseparable de conocedores de cielo y tierra africana.
Capitalistas portugueses han decidido una misión comercial al río Gambia. Contactos entre lenguaraces nómades y avanzadillas portuguesas a través de intrincadas redes de espías y negociantes han concertado un encuentro con caravanas de Mali en la desembocadura del río. Hay riquezas inconmensurables en juego y probables pactos comerciales que pueden dar cuantiosos dividendos. Lisboa, ni lenta ni perezosa, piensa en Antonio y Beniamino y se prepara una expedición de unas diez naves mancas, entre carracas y naos, ya surtas en el puerto.
Los marinos se reúnen para concretar términos de pagos, revisar cartografía, comprobar el armado de los barcos. En Lisboa el trajín es interminable. Entre tantos preparativos surge una nueva relación entre los amigos que se encuentran cada vez más unidos en el emprendimiento; se necesitan el uno al otro, toman decisiones de último momento, se leen el pensamiento. El criterio y la sabiduría están presentes en cada uno de ellos. Ocho lustros de trabajo conjunto han cimentado la relación más fuerte que existe: la basada en la dualidad.
Zarpa la expedición. Es un día de sol que se refleja en el oleaje mientras ven los edificios empequeñecerse. El viaje es un camino hacia la riqueza pero también una lucha contra el tedio y la convivencia. Las estrellas del sur comienzan a elevarse cada día más sobre el horizonte mientras que las constelaciones conocidas desaparecen tras el norte. La polar desciende todas las noches un poco más hasta alcanzar un pequeño ángulo sobre el horizonte. Las cuatro estrellas de Beniamino suben gradualmente por el sur.
Los días de navegación se suceden sin accidentes ni percances, es un viaje lleno de buenos augurios, de esperanzas de riqueza. Sin embargo algo está sucediendo en la personalidad del africano que se muestra cada día más introvertido y pensativo, mirando desde la borda hacia el destino. Piensa, tal vez —supone Antonio— en el día que fue capturado hace años por los traficantes de esclavos. ¿Qué pensamientos horadan la mente de quien fue alguna vez un prisionero? Recuerdos que se presentan en el teatro de la mente para representar una obra llena de sentimientos de pérdida y de nostalgia por los años no vividos en su tierra. ¿Cuántas de las experiencias vividas por el africano junto al genovés compensan la pérdida de su olvidado en un rincón del alma por tanto tiempo? No se puede saber.
Llegan al destino y otean desde las naves un grupo cuantioso de gente que está cerca de la desembocadura de un afluente del gran río. Son mercaderes ricos, con camellos enjaezados. Están orando en grupo hacia el este en actitud de humillación al Dios señero, clemente y misericordioso. Algunas personas se han acercado a contemplar a los negociantes, lugareños, con sus familias y sus pequeños hijos que corretean excitados por la aparición de gente tan principal y curiosamente vestida.
Beniamino reconoce entre la multitud a su gente. Los niños correteando y chapaleando en el agua gritan excitados, las mujeres y los ancianos parados en la ribera parecen ser parte misma de la tierra. Antonio comprende la mirada de Beniamino y apoya las manos sobre los hombros de su amigo. Inesperadamente, se ven retiradas violentamente por el africano que le espeta en la cara una palabra mandinga que Antonio nunca escuchó en años de amistad. La tripulación, un instante antes una masa bulliciosa, guarda un silencio sepulcral.
Beniamino se arroja por la borda, vestido, y va nadando hacia la orilla donde se queda parado delante de su gente, una mirada torva que se va aplacando con la cadencia de las olas golpeando la desembocadura del estuario. Luego como en un ritual pagano, misterioso y ancestral comienza a sacarse con una parsimonia hierática cada prenda que lleva sobre su cuerpo. Los zaragüelles, la gorra, la camisa, las botas. Queda el cuerpo, alguna vez esbelto, con marcas de la decadencia de un hombre de sesenta años.
El genovés eleva la vista al cielo y contempla las aves volando en círculo como acólitos de la ceremonia. Luego vuelve la vista para contemplar a Beniamino completamente desnudo. Es una persona irreconocible sin los brocados y alamares de marino. Es un hombre nuevo, pero viejo, una contradicción que no puede definir. Los brazos con piel colgando, los rollos en el vientre, el pene flácido. Ve al ser que compartió cuarenta años de su vida con él, que aprendió idiomas, que trazó portulanos con envidiable precisión, que estudió junto a él el mundo de las estrellas y le enseñó en uno de los viajes que realizaron juntos un grupo de cuatro estrellas dispuestas en forma de cruz que siempre se mueve en el horizonte sur y que no es visible ni en Italia ni Portugal. Es un renacido de la tierra, de las aguas de ese brazo del rio Gambia. Ese hombre que conoció desde su juventud se lleva hacia el interior historias de mapas y portulanos, de brújulas y del arte de aparejar un navío. Sin embargo veo solo un hombre digno. Lo que sería yo sin todo el bagaje de ciencia y navegación.
Se queda mirando a Beniamino que se desplaza con un trote corto y seguro por la ribera del río internándose tierra adentro hacia uno vaya a saber dónde. Es una historia que le parece no haber vivido, un sueño con pinceladas de realidad, una historia que no tiene título.
Esa noche en la carraca Antonio contempla orando la Cruz del Sur y se siente la mitad de algo.
Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 27 de abril de 2024