De Florencio Nicolau
Presente de los dioses
Especial para Eco Italiano
El reloj de sol acapara las miradas de los dos hombres. Uno viste de negro; el otro lleva las ropas claras como su mirada. Dos creencias diferentes se dan encuentro en esa tarde con la luz de un sol que declina. Ambos han cultivado desde la juventud la veneración por la geometría y la ciencia del cielo.
El hombre de negro es celoso, apasionado. Ha llegado hace años desde Italia a esta tierra ignota de Catay en procura de encontrarse a sí mismo a través de su vocación religiosa. Llevar la palabra de Dios, que es Uno y Tres, es el deber de todo creyente y sobre todo de la Compañía de Jesús que se ha aventurado a territorios inalcanzables: la India, Brasil, Cipango.
Es un hombre de fe y ciencia. La matemática ha jugado un papel esencial en su vida de religioso y de observador de la naturaleza, El lenguaje de Dios es el de los números que ayudan a explicar las cosas que muchas veces —el pensamiento es incómodo—, la fe no puede hacerlo. Piensa en los Elementos de Euclides, su primera iniciación al conocimiento de la geometría y sus axiomas, el secreto de los griegos para interpretar el cosmos.
En Catay los jesuitas han sufrido tormentos de todo tipo y han sido echados de todos los lugares. Solo una voluntad de hierro y la presencia de la Cruz han hecho que pueda resistir todos los escollos. No en vano se llama Matteo, como el primer evangelista del canon. Se incorpora y camina por el patio ornado de plantas bien cuidadas. El sonido de las aves rompe los múltiples silencios de la tarde mientras dirige la vista a su anfitrión tratando de no revelar la sonrisa que comienza a dibujarse en su cara. La simpatía es un sentimiento que nunca pudo controlar aunque le han enseñado a ser duro y convincente cuando se dirige a estas gentes.
—He leído con fruición el libro que me has dejado, hombre de negro. Un texto cautivante que te ayudé a traducir. Veo en sus páginas la corrección igual a la de tu celo por tu religión. Es un libro de maravillas en donde las formas se entremezclan dando lugar a interpretaciones, sin embargo, claras y precisas. Tu gente ha sido cultora de conocimientos que han sido vedados a muchos y tú, hombre de negro, tienes la bondad de acercárnosla al igual que tu religión, distinta e igual a la nuestra.
Matteo no puede desdibujar la sonrisa y solo logra desviar un poco la cara para ver la planta de sus pies por un momento: no debe parecer demasiado humano en una situación como esta.
—Sin embargo, hombre de negro, quiero contarte una historia que se ha trasmitido de padres a hijos durante milenios.
El silencio anida entre los árboles. La figura de las nubes sugiere un secreto entre los dos. Es un momento de apertura, de acercamiento.
—Hubo un hombre que llegó aquí en épocas pretéritas, de guerras y de desconcierto pero también de sabios talentosos y fructíferos. Todas las edades tienen sus grandes personajes y los seres bajos, moldeados de la misma materia que las bestias que carecen de raciocinio. Se cuenta que este hombre era de una simpatía singular, siempre sonriente y divertido. Amigo de relacionarse con la gente, arribó en una nave que tenía velas multicolores y dos ojos pintados en la proa que miraban hacia el futuro. Fue apresado y llevado ante los gobernantes que descubrieron en él un hombre de ingenio y entereza. Llevaba una luenga barba desprolija por el largo viaje. Contó —con señas y movimientos de mano— que provenía de una nación que estaba constituida por islas diseminadas en torno a una masa continental. Su gente se movía de isla en isla y se habían convertido en un avezado pueblo de marineros. Sin embargo la necesidad de tierras y de riquezas los llevó a tornar en hombres aguerridos que encontraban en cualquier afrenta una excusa para tomar la lanza y el escudo. Fue liberado y se quedó varios años. Aprendió, no sin dificultad, nuestra lengua y sus símbolos.
Narraba proezas impares de su nación. El sitio de una ciudad durante diez años era una de sus predilectas. El conflicto fue tan devastador que había quedado para siempre en la mente de muchos hombres que cantaban de memoria las historias de esta guerra, hasta que algunos poetas la recogieron en letras indelebles.
Su pueblo era afecto a la tristeza y a lo imperioso del destino. Solía contar la historia de un asalto las siete puertas de una ciudad signada por el sino de la guerra. En ella habían muerto dos hermanos, peleando en bandos contrarios. Una hermana de ellos —apenas una niña— había luchado por recuperar tras los muros el cadáver de uno para darle sepultura. Muchos sabios vates de aquí jamás habían escuchado un hecho poético tan bello y nefando a la vez.
El jesuita mira la barba del hombre que se mueve acompasadamente con el sonido de sus labios y reflexiona sobre lo que está contando. Hay un mundo desconocido para todos, una eterno suceder de cosas que no quedan registradas en la memoria pero que sin embargo aparecen en los momentos más extraordinarios. Apenas sabemos de nuestro mundo, piensa. ¿Podemos saber de otros? Traemos un mensaje a un pueblo como este que tiene tradiciones milenarias y desconocemos que otros de los nuestros ya han estado aquí intercambiando y conviviendo con ellos. La ignorancia es un numen para la humanidad.
—Este hombre llevaba un libro escrito en una lengua extraña con símbolos redondeados y de apretada caligrafía, algo muy diferente a los nuestros que contienen el universo mismo en cada uno de ellos. Contó que esos dibujos eran sonidos y que la combinación de sonidos generaba significados. La obra describía principios de puntos, líneas y planos que eran universales; lo había escrito un maestro suyo hacía unos años. Solo enseñaba, decía, con una regla y un compás.
El anciano le muestra un texto casi derruido que muestra figuras geométricas y axiomas. Matteo queda azorado y un cosquilleo le recorre la espalda. Es, probablemente, la más antigua copia de los Elementos que existe en la tierra.
—A través de este conocimiento los sabios del país comenzaron a comprender algunas cosas que siempre habían sido sombrías. La relación del perímetro y el diámetro de un círculo, que es el símbolo de la perfección; la extraña naturaleza de los números que se dividen por sí mismo y la unidad sin dejar residuo.
Matteo mira hacia las nubes que dibujan atractivas figuras en el cielo arrebolado. ¿Quién había sido este hombre extraño venido de la Hélade? Piensa en Nápoles, una ciudad construida hace milenios por los griegos que buscaban crear un nuevo mundo más allá de su universo insular. Nápoles, piensa. Neápolis, la ciudad nueva, uno de los tantos puertos que fundaron en sus viajes.
¿A qué se debe que los hombres compartan sus conocimientos, su cultura más allá de las diferencias que tengan en aspecto y creencias? Dios es un virtuoso en crear puentes entre el espacio y el tiempo.
La presencia del anciano se muestra imponente por un momento cuando mira la caída del sol detrás de unas montañas lejanas. El sol se tiñe de rojo en un canto ancestral, poético que le sugiere al jesuita otro día lejano ya vivido. Matteo se siente confuso, como a horcajadas entre dos líneas de tiempo.
El anciano mira de costado al sacerdote y dice en voz baja pero firme, esta vez mirando fijo al frente.
—Te extrañé todos estos años. Pero cumplí en esperarte porque sabía que volverías.
Matteo asiente, incómodo.
—Eres un hombre extraño. Este mismo encuentro lo hemos tenido hace ya muchos años, ¿Recuerdas, hombre de negro?
El jesuita se acaricia la barba mientras hojea el libro de los Elementos de Euclides recientemente traducido al chino. Mide la espalda del anciano, directamente al centro y piensa en algún recuerdo de su niñez.
—Es un presente de los dioses que nos hayamos reunido nuevamente.
Se levantan juntos y bajan la colina a paso cansino, hablando del clima, que es el único tema que surge en un momento así.
Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 4 de mayo de 2024