Pietranela

De Florencio Nicolau

Especial para Eco Italiano

 El año que escuché hablar por primera vez de Pietranela sucedió una cosa extraña.

 En las afueras de la ciudad aparecieron duendes. Nadie sabía exactamente de donde venían ni que buscaban y toda la gente hablaba de ellos. La radio local se presentó una mañana para realizar una transmisión en vivo de lo que estaba pasando, ya que el único tema del cual se hablaba en las oficinas, en los bares del centro, en los colectivos y taxis eran los duendes de las afueras de la ciudad. 

 Las teorías que se manejaban eran diversas. Según algunos, (posición sostenida por los periodistas de la radio) el lugar en donde se los observó por primera vez era tan sucio que probablemente se trataba de ratas gigantes, arquetípicas y primordiales, una incursión del mundo antediluviano en el moderno. Para algunos, eran niños de barrios humildes que se escondían entre los pastizales altos para asustar a la gente por sencilla diversión y diablura infantil; otros sostenían que era una maniobra de distracción del gobierno, ya que era enero, hacía calor y una vez más enfrentábamos una de las tantas crisis por cambios de bonos, vencimiento de intereses de la deuda y todo lo de siempre. Venía bien que apareciera algún que otro duende para hablar de otra cosa.

 Yo era un muchacho bien entretenido. Había terminado el curso escolar de mi anteúltimo año de secundaria con notas entre más que aceptables y buenas —e incluso un distinguido con reconocimiento público del profesor—. Simplemente empezaba un nuevo verano, con libros de ciencia ficción usados, Queen y Beethoven en casetes y las primeras cervezas de la vida. Que más pedir para ese mundo de mediado de los ochenta que empezaba a globalizarse tardíamente en esta ciudad de atrasos eternos.

 Por aquel entonces había empezado con el piano. La necesidad desesperante que venía reprimiendo desde la escuela primaria de toquetear un teclado real, encontró su satisfacción en la casa de una vecina que tenía un piano abandonado en el living. Se arregló un pago más que aceptable y el piano pasó de una casa a la otra en unos cuarenta minutos, un viernes a la tarde. El sábado a la mañana vino el afinador y a la tarde estaba repasando en mi propio y primer piano, de marca ignota, una sonatina de Clementi que me había dado mi profesora. Hacía ya tres meses que estudiaba y dentro de todo me iba bien. Al menos me divertía.

Y así, el año de los calores, de los intereses de la deuda y de los duendes oí hablar de Pietranela. Un vecino pasó por la vereda y me escuchó practicar al piano. Al otro día me saludó y celebró mis avances.

 —Eso que estabas tocando ayer lo enseñaba Pietranela en la academia.

 — ¿Quién?, pregunté extrañado por el comentario.

  —Cayetano Pietranela, un gran pianista que vivió en este barrio hace muchos años, un genio del instrumento y uno de los intérpretes más célebres que ha dado esta ciudad. Era italiano, pero vino de muy chico. Deberías haberlo oído, con qué habilidad le sacaba sonido al instrumento. Además componía un poco. Yo estudié con él unos meses pero tuve que dejar.

Tiempo después una señora mayor que era amiga de mis tías me preguntó por mis estudios. Le comenté que me iba bien ahora que tenía piano propio.

 — ¡Qué bueno, mozo, vas a ser el nuevo Pietranela del barrio!

Indudablemente este gran intérprete había dejado su huella en la gente y por eso me interesé en su vida. ¿Cuáles serían sus compositores predilectos?, ¿Qué habían opinado sus colegas de él? ¿En qué lugares había tocado ante un público enfebrecido de pasión, aplaudiendo de pie desde la platea?

 Con el paso del tiempo conversé con otras personas que aseguraban haber conocido al pianista y hablaban de las dotes que poseía como maestro. Todos tenían palabras de elogios pero también—confieso que esto me llamó mucho la atención— un dejó de insatisfacción en los ojos cuando hablaban del músico. La mayoría de ellos habían iniciado estudios de piano con él pero habían abandonado o no llegaron a tocar bien ninguna pieza.

La curiosidad me llevó a realizar una indagación más seria sobre este personaje. Busqué en periódicos viejos, de las fechas que me decían sus admiradores, pregunté a empleados del teatro. Nada. Pietranela existía para mis vecinos pero para el resto del mundo era un perfecto desconocido.

II

 Visité una tarde a la vecina que había vaticinado que sería el nuevo Pietranela.

 Era una casa vieja refaccionada. El piso de cerámicos desentonaba con las paredes y había cosas de mal gusto en las mesas del living: un ekeko, un gallito que cambiaba de color con el tiempo y un elefante de esos que se usan para ponerles billetes en la cavidad que forma la trompa al enroscarse. Contra la pared había un piano desvencijado, ruinoso.

 La mujer era la señora de la casa, la emperatriz de ese mundo. Una empleada doméstica sonriente me hizo pasar a un patio interno donde estaba sentada junto a un enorme loro que caminaba nervioso en un aro de hierro colgante. Luego de los saludos de rigor y el consecuente elogio a su casa comenzamos a hablar.

 —Cuénteme alguna anécdota de Pietranela—  dije.

Se removió en el sillón de mimbre y miró moviendo el cuello hacia atrás mirando con una sonrisa de niña al loro.

 —Laura Vano era una amiga. El padre fue uno de los primeros chapistas de la ciudad que amasó una fortunita golpeando autos para remediar los efectos de los choques. Cuando se paró quiso ser más que la gente como uno y le compró un piano a Laurita, que tocaba bastante mal. Estudiaba con Cayetano Pietranela y yo la acompañaba a la siesta hasta la puerta de la casa del Maestro.  Había empezado a estudiar un año antes pero no me gustaba practicar así que dejé. Laurita era una engrupida que se creía que era la reencarnación de Mozart. Patética, pobrecita. Murió el año pasado, días antes de Navidad. Una tarde, por noviembre, Laurita avisó a todas las amigas que estábamos invitadas a su primer concierto que se iba a dar en el living de su casa. Interpretaría unas sonatinas y luego el maestro brindaría una espléndida muestra de su virtuosismo (usó esas palabras). Se había agrandado demasiado la Lauri. Que Dios la tenga en su gloria.

Juraría que en el silencio posterior a su relato un ser pequeñito se asomó por la puerta del patio. Tal vez un gato o un perrito. Me pareció, sin embargo, de forma humana. La aparición fue real, puesto que el loro giró repentinamente la cabeza y se quedó mirando en esa dirección, estático. Pasada mi sorpresa le pregunté, ansioso de haber encontrado a un buen informante:

 —¿Lo escuchó? 

 Me di cuenta que no quedaba claro si preguntaba por la fugaz aparición o por el pianista. El loro rompió el silencio desde el aro y vociferó con claridad: ¡Pie-trrra-nela…Pie-trrra-nela! La mujer sonrió divertida girando la cabeza hacia abajo y atrás levantando el dedo a modo de indicación de la ocurrencia. La volvió despacio y me miró en silencio con los ojos cenagosos por las cataratas y el recuerdo.

 —No.

 El monosílabo sonó lapidario y resentido.

 —Jamás me hubiera dignado a sentarme a escuchar a la hija de un chapista. No fui.

III

 Esta situación de misterio que se tejía alrededor de la figura de Pietranela me acosaba día y noche. Un pianista excelso, el más grande entre los grandes, admirado por una masa de aficionados y melómanos. Sin darme cuenta de mi irresponsabilidad comencé a urdir una fantasía, una historia de fantasmas.

 ¿Existió Cayetano Pietranela? ¿Y si fuera solo una sombra, una sublimación del inconsciente colectivo y barrial que deseaba (y necesitaba) tener un héroe entre sus filas? Tal vez esa conciencia colectiva me había elegido a mí para construir ese deseo del pianista impar que había sido.

 La hipótesis de la no existencia de Pietranela empezó a cobrar forma en mi mente. Cualquier indicio de su existencia quebraría esta concepción transformando mi aseveración en la hipótesis nula. Comencé a buscar indicios a través de hechos que no involucraran a los supuestos amigos y gente que lo frecuentaba. Tal vez lo habían visto, pero era la imaginación en conjunto la que le había dado forma humana.

Si, estaba seguro, Pietranela no había existido. Pero vivía en la mente y el alma de todos aquellos que alguna vez quisieron tocar el piano y no pudieron, los que no tenían dinero para solventar las clases, los de dedos torpes, las niñas bien que se aburrieron a la clase número seis. Todos ellos eran el pianista que no había podido ser. La redención la obtenían por medio de este ser cuasi cabalístico, un gólem que los representaba y que los dejaba bien parados ante la sociedad lavando en una melodía inexistente.

 Cada una de las personas que conocí y que me hablaron de Pietranela habían tenido una experiencia particular con él. La intensidad de los recuerdos y la pasión con la que lo evocaban vindicaban la inexistencia de este hombre, como si el deseo, el anhelo de haberlo tratado, conocido y admirado fuera la energía que trocaba lo insustancial en una realidad paralela. Si, había un mundo en donde Pietranela existía y brillaba en los escenarios más célebres y reconocidos. Pero aquí era solo una inexistencia, un duende.

 ¿Quién era yo para contradecir a todas estas personas? Mi búsqueda infructuosa de una grabación o de un programa que mencionara al pianista revelaban mi teoría, sin embargo su virtual presencia había marcado el rumbo de toda una masa de humillados y ofendidos por el arte de la música.

 Todos ellos, los hombres y las mujeres, niñas y niños eran Pietranela.

IV

 Pasaron los años.

 Eran las cinco y cuarto de la tarde de un noviembre climáticamente ambiguo y me senté a tocar la Fantasía en do menor de Bach cuando sonó el timbre. Una mujer nonagenaria pero saludable me sonrió detrás de unos anteojos oscuros, anacrónicos. Se adivinaba una juventud bonita. Si Grace Kelly hubiera llegado a esa edad se parecería a esta mujer, pensé. 

 —Toca bien— sentenció sin que mediara presentación.

 —Gracias, me esfuerzo. ¿En qué puedo ayudarla?

 —En nada, solo me gustó oír un piano, hace años que no se escucha en las casas un sonido como ese. Siempre añoré tocar el piano porque mi esposo fue un gran pianista. Al menos eso decía todo el mundo.

 —¿Su marido era de aquí? Pregunté solo por compromiso. No quería eternizarme en la puerta con una mujer que me contaría historias de su marido pianista.

 —No, era  italiano pero vivió desde los cinco aquí. Se llamaba Cayetano Pietranela. 

Sentí que se me subía el calor a las mejillas. Bajé a saltitos las escaleras y abrí la reja de la casa. 

—Señora, mucho gusto, un honor que me elogie. Cuénteme de su marido, siempre lo he admirado y he escuchado hablar muy bien de él.

 —Era un buen hombre y un gran artista. Todos lo saludaban en el barrio y lo admiraban; me sentía orgullosa de ser su esposa. Además siempre lo apoyé en su arte, ordenando las partituras, llamando al afinador, lustrándole el piano. Incluso yo le bordé la funda que protegía a su querido instrumento.

 —Tengo entendido que también componía— tiré para soltarle la lengua.

 —Sí, pero no era lo suyo. Lo suyo era tocar— dijo levantando las manos  para luego unirlas en un ademán de rezo, mirando al cielo. —Lo suyo era tocar.

 Esperé unos segundos. Esperé que bajara un silencio del cielo y nos miramos a los ojos, ella a través de los anteojos. No mediaba un sonido, solo miradas. 

 Esta mujer tenía algo de irreal, la imagen de una persona que no es de este plano. En un momento me percaté de los ojos que se entreveían detrás de las gafas. Eran extraños, sobrenaturales; eran los ojos de un duende.

 Me siguió mirando como dos mil años más. Y luego me brindó la sonrisa más extraña que jamás haya visto. Era la sonrisa de Dios y del Diablo que, en ese momento, se divertían engañándome.

 No dijo nada más y se fue. Se fue con el calor de noviembre y la música de las cinco y media de la tarde en el reloj de la iglesia.

 Escuché una risita de niño que venía desde la nada.

V

 Me siento a estudiar el sábado a la tarde, inspirado por la llegada del primer fresco del otoño. Es una tarde espléndida de sol y brisa. Voy a escucharme plenamente así que abro la tapa del piano y me siento. Quedo solo en la habitación mirando el piano. El teclado brillando en un blanco y negro solicito, invitándome a que le saque sonido. Me acerco a la banqueta y me veo reflejado en la lustrosa madera de la caja. De repente, detrás del piano comienza a asomarse una pequeña figura insustancial, elevada por una fuerza cósmica o un débil haz de energía. Primeros son unos deditos luego la otra mano se apoya en la madera. Por último la cabeza a medias. Solo los ojos brillantes se dejan ver. Lo miro con tranquilidad y empiezo a tocar un adagio de Mozart, buscando el sonido, disfrutando, encontrando los detalles más nimios, como nunca lo he hecho.

 Como lo hacía Pietranela.

Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 29 de junio de 2024

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