Los últimos maestros alfareros de Josiah Wedgwood

De Florencio Nicolau

Los últimos maestros alfareros de Josiah Wedgwood

Especial para Eco Italiano

Las dos tazas de té, espléndidas, lucían orgullosas detrás del vidrio biselado del mueblecito. Hacía años que estaban allí y eran la delicia de los visitantes de la casa que— aunque no supieran nada de juegos de té o de porcelana de hueso— admiraban el color pastel y el adorno de las mujercitas talladas con fineza en alabastro. Don Guillermo, antiguo empleado de los ferrocarriles ingleses, las mostraba con orgullo británico. Cuando lo hacía se dibujaba en su rostro una pícara media sonrisa mientras escuchaba sus cuidados discos Decca con sinfonías y cuartetos de Haydn.

Ya cerca de los ochenta, aunque saludable y arrogante como una pura sangre descendiente de Godolphin Arabian  retozando con los cascos en Derby, había dejado de hacer la vida social que alguna vez tuvo entre los vecinos del barrio.

Don Guillermo, William Hutton, era como buen inglés, un hombre serio y reservado aunque mantenía en su trato con los vecinos un sentido del humor muchas veces no entendido. Hablaba bien el castellano con algún entrevero de voces sajonas. Buen vecino, jovial después de algún trago, respetaba y amaba a los niños con la reticencia que le daba la raza, que a veces ve a los críos como la consecución de un mandato de Dios y de la Iglesia Anglicana. No se había casado aunque no le faltaron pretendientes de familias acomodadas.

En el 66 arrojó petardos para celebrar la victoria en Wembley y fue felicitado por los vecinos aunque aún estaba disgustado por la fanfarronada de Rattín en la alfombra. Se entendía que un 4-2 contra los alemanes era más que una manifestación de fair play teniendo en cuenta que un hermano de don Guillermo había muerto en el bombardeo de Londres.

Don Guillermo eran conocido en el barrio por su afición al té del bueno y varios vecinos lo habían imaginado con algo de envidia sana bebiendo de las dos hermosas tacitas que guardaba celosamente en su vitrina.

Doña Leonora era una buena mujer. Siempre convidaba con sus exquisitas pastafrolas y llevaba una vida intachable. No era chusma ni nada de eso. Siempre acompañaba a las vecinas enfermas al sanatorio y cortaba sus hermosas flores de pájaro para que las amigas la llevaran a la virgencita de la parroquia. Tocaba decorosamente en el piano sonatas de Haydn. Nunca había conocido el amor y tampoco el matrimonio. No era una mujer de luces pero tenía buena presencia a sus setenta y alguito.

II

Haydn unió a don Guillermo y a doña Leonora.

Un día don Guillermo pasó por la puerta de la casa de la mujer y le espetó que tenía el nombre de una gran obra de Beethoven. Ella le dijo, sintiéndose un poco incómoda, que se sentaba a escuchar cuando don Guillermo ponía La sorpresa a buen volumen. Don Guillermo le dijo que Haydn era austriaco pero que siempre había tenido su corazón en Inglaterra y por eso compuso las Sinfonías de Londres. Ella le dijo que tocaba Haydn. Y al otro día don Guillermo estaba en el sillón de mimbre de doña Leonora escuchando una sonata divertimento en re mayor.

Con el paso de los días doña Leonora comenzó a frecuentar la casa de don Guillermo ante el comentario de los vecinos que auguraban una historia de amor otoñal. No había recelos ni habladurías puesto que ambos eran muy queridos.

Cuando la relación comenzó a asentarse y la confianza entró en el corazón de ambos don Guillermo sacó las tacitas de té de mueblecito y esperó a doña Leonora con unos scones que había encargado a una prestigiosa confitería del centro. La mujer quedó pasmada ante el refinamiento de su flamante novio inglés.

Doña Leonora nunca había sido convidada a un té servido en tan distinguida vajilla y se sentía halagada por el gesto y obnubilada por el objeto en que se servía la infusión. Tomaba el asa de la tacita con un temor a romperla que la llevaba a beber a sorbitos y dejarla en la mesa frecuentemente.

—Esto debe ser costosísimo ¿no, Guillermo?—

Don Guillermo la miró a los ojos con ternura y se tomó un tiempo mientras inclinaba la cabeza hacia atrás, buscando en su pensamiento una respuesta impresionante. Con una sonrisa que doña Leonor nunca llegó a entender le contestó:

—¿Costoso?…es poco decir. ¿Sabe que es esto?— dijo mientras pasaba el dedo por el borde de la tacita. La mujer quedó blanca. Don Guillermo se llevó el índice al labio y miró hacia abajo, a los zapatos de doña Leonora, como evaluando si lo que iba a contarle era pertinente o no. Luego de unos segundos continuó hablando.

—Esto, Leonora, es porcelana Wedwood, original.

—… ¡Ah, claro!— Dijo la mujer que no entendía nada.

—Josiah Wedwood fue uno de nuestros mejores alfareros. Hizo juegos completos para la Corona, algunos valen miles de libras, muchos están en museos a lo largo y ancho del mundo.

Doña Leonora empalideció y ya no tocó más la tacita.

 —De hecho—continuó don Guillermo— estás son las dos últimas tacitas de Josiah Wedwood. Las fabricó en 1795, poco antes de morir. Las heredé de mi abuelo materno y me han acompañado toda la vida.

Doña Leonora quedó tan pasmada que nunca más aceptó tomar el té en esas tazas. Prefirió que don Guillermo sacara algunas más sencillas, algo que de caer al suelo no habría que lamentar. Era una mujer sencilla, tal vez inculta, pero sabía que hay cosas en la vida con las que mejor no jugar y esas tacitas Wedwood tenían su seguro lugar en la vitrina.

***

Se casaron y fueron felices dos años, los más intensos de sus vidas. Escucharon los discos de Haydn y doña Leonora interpretaba para su marido todo su repertorio. Eran la imagen misma del amor en la casita de don Guillermo, con sus malvones al norte y las tacitas de Josiah Wedwood en su cofre de cristal, lejanas, soberbias a su manera y únicas: la última obra del más grande maestro alfarero de la historia de Albión.

Como nos pasará a todos, un día don Guillermo se murió.

Doña Leonora aceptó con entereza el destino y agradeció al buen Dios los dos años de felicidad que le había conferido. Las vecinas la visitaron y le dieron sus condolencias.

La viuda vivió algunos años en la casa que fuera de su amoroso marido inglés y de vez en cuando abría con cuidado el mueblecito y con extremo cuidado sacaba las tacitas y, como en una oración pagana, repetía los nombres de los últimos maestros alfareros al servicio de Josiah Wedwood que estaban escritos en la base: Gath y Chaves.

Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 27 de julio de 2024

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