De Florencio Nicolau
Moonlight Mile
Especial para Eco Italiano
Es uno de los primeros días primaverales del año y la tarde está llegando a su fin. Lo veo sentado en uno de los bancos junto al sendero, entre los añosos árboles, esculturas naturales que mitigan el cemento urbano. A su alrededor exhibe hojas y cartoncitos con dibujos de gatos en diferentes poses y situaciones, obras naíf con un atractivo muy particular. Trabaja con biromes, resaltadores y rotuladores para hacerlos y los vende a los visitantes por muy poco dinero, apenas unas monedas. Aparenta unos sesenta años no bien llevados. Sobre el banco hay una guía de astronomía manoseada, uno de esos libros que acompañan al lector toda una vida. Una joven pareja se besa y escucha música en un pasacasete.
Al ver mi interés en su obra, me dirige la palabra. Mueve las manos con la parsimonia de un docente. Sin embargo se lo ve como un hombre simple, amigable y apasionado. No tiene el acartonamiento de un catedrático universitario.
«Las constelaciones nos hablan de la historia de la humanidad y de las civilizaciones que han dado nombre a las estrellas. El cielo nocturno es un conjunto de estratos que dejaron los distintos grupos que se ocuparon de él. Sin embargo hemos discriminado a las culturas que no fueron dominantes, las que no construyeron imperios o reinos».
«Pienso en las constelaciones de los habitantes de América, la Cruz del Sur es la pisada de un ñandú para gente como los mocovíes y los mapuches. Creo que son de Argentina o por ahí, nunca salí del país».
Se agacha y acomoda una de las tarjetas que se mueve por la brisa de la tarde. Acaricia el cartón como si fuera un tesoro. Parte del alma de este hombre está en esos dibujos de gatos que parecen cobrar vida a medida que habla conmigo a través de un soliloquio.
«No hay constelaciones de gatos. Los únicos felinos del cielo son el león, Leo y el leoncito, Leo Minor, una constelación llena de curiosidades. A fines del siglo dieciocho — en la fiebre de la ciencia y el conocimiento— un francés, Joseph Jérôme de Lalande, creó Felis, la constelación del gato. Sin embargo su idea no subsistió. He sido llamado a rescatarla».
«¿Por qué motivo un animal que acompaña nuestra vida cotidiana, misterioso, esotérico no está en el cielo? Hemos dejado detrás los sueños, los delirios de la imaginación que son la fuente de creación y de solaz en nuestras vidas. Si no nos preguntáramos estas cosas no estaríamos verdaderamente vivos».
Dirige una mirada melancólica al cielo, la confirmación visual de una historia que lleva en su cabeza hace años y que relata a las personas que quieren oírlo. Me doy cuenta que soy uno de ellos, tal vez el único en años que lo quiere entender.
«Piensa que hubo una vez una primera persona que quiso poner orden en el cielo. Es una contradicción, ¿no?, el cosmos tiene un orden que nosotros, los seres sublunares no entendemos. No en vano cosmos significa eso, orden. Le llamamos cosmética al arte de poner orden».
«¿Qué pensaron esas mujeres y hombres que encontraron historias en el cielo? Buscaban un escape de los sinsabores de la vida en la tierra, una forma de recordar que allí arriba había una mitología, un tesoro luminoso para acompañar la soledad aquí en nuestro planeta. Pienso en el granjero del Lacio, pieza fundacional de una parcela de tierra que aún no sabía que se llamaría Roma y que estaba destinada a dejar su cultura en una gran extensión del planeta. Eran granjeros que no tenían ni siquiera la seguridad de vivir mañana. Los vaivenes de la política y de las guerras requerían de soldados para conquistas y defensa de las ciudades. La posibilidad de morir en la guerra blandiendo un gladio era más alta que terminar la vida en un tálamo. Las estrellas jugaban así un papel fundamental en la vida de la pobre gente. Era parte de su religión.
« Pienso en los mitos de la creación y de la destrucción, de las civilizaciones antiguas que convivieron con los dioses en las colinas o en los bosques sagrados. Antaño la deidad compartía el día a día con los habitantes de los poblados desde la antigua caldea hasta esos agricultores del Lacio que le decía. El universo está en todos lados pero es en la noche, contemplando el cielo estrellado, cuando tomamos conciencia de nuestra situación. Las constelaciones, esos dibujos imaginarios que nunca se parecen a lo que supuestamente representan, nos han acompañado desde los albores de la humanidad. Pienso en la palabra albor, que entraña una idea astronómica, es el momento en que el cielo nocturno comienza a emblanquecer y anuncia la llegada del día. Vivimos entre vocablos que designan astros y dioses. La semana es una advocación a los siete cuerpos móviles que conocían los antiguos».
«Hemos perdido el valor de estar en el campo junto a una fogata mirando hacia el cielo y hablando de nuestros mayores, de historias de caza y de pesca, de la recolección de los alimentos y de la navegación de los ríos y arroyos. Las estrellas nos acompañaron durante milenios. Las hemos abandonado».
« ¿Quiénes crearon las constelaciones? ¿Hombres con un saber iniciático vedado al resto de la gente? No, pastores y navegantes».
Ya no se encuentra gente así, pienso. Es una aventura escuchar una proposición tan singular en un mundo donde la mediocridad está al orden del día.
«La observación de los astros es un camino, no un fin. La misma materia de las estrellas se reúne en las células de nuestro cuerpo. Sé de personas que conocen el mundo entero, las plazas y los parques de ciudades bellísimas, museos, monumentos históricos. Sin embargo son muy pocas personas las que conocen el cielo que una forma de estar vivo por siempre. Deseo eso».
«Cuando era niño imaginaba una roca en un desierto en otro planeta. Sobre la superficie oscura estaba escrito todo el secreto de la astronomía, una especie de presente de Dios a sus hijos. El trabajo de los astrónomos es buscar esa roca y aprender a leer el mensaje. ¿Le gustaría? Ese doble desafío es lo que define todo. Pienso que en el medio del desierto todo se hace posible ¿Lo sabía? No hay imposible que no se resuelva en una realidad, en algo tangible como caminar por la arena y las rocas de noche. Las estrellas lo atestiguan. Debe saber su idioma. Los astrónomos hacemos eso, entender el lenguaje de los astros. El desierto alberga esa roca única, una piedra del cielo con un lenguaje de extrema dificultad para leer».
La pareja del pasacasete portátil se sigue besando al compás de Moonlight Mile de los Rolling Stones. Miro el rostro de mi interlocutor de perfil, es el de una persona incomprendida al grado tal de sentirse solo sin saberlo.
«Me echaron. Dijeron que había cumplido con mi trabajo preciso y concienzudo al pie de la letra y que la astronomía se había beneficiado. Por alguna razón no permitieron que siguiera con ellos. Había algo extraño en la actitud de todos mis compañeros. Me permitieron quedarme pero haciendo tareas de mantenimiento en el observatorio. Nunca entendí que había pasado. Creo que se cansaron de mí».
No sé qué decirle. Es difícil explicar la envidia a una persona pura como él. Tal vez no se habrá dado cuenta de la cantidad de magísteres y doctores que pululan sobre la corteza terrestre sin nada que decir, con títulos comprados o simplemente haciéndole favores a los jefes de tesis que no tienen discípulos de los cuales regodearse. La ciencia y el conocimiento se han vuelto un comercio inesperado desde hace años. No importa saber sino fingir que se es brillante.
Imagino la roca negra sola en el desierto que recibe la luz de las estrellas. Hay lugares del universo que tienen un átomo en un metro cúbico de espacio. Es el vacío más absoluto que puede concebir la mente humana. ¿Cómo puede existir un universo hecho de la nada? Miro al cielo y observo la Luna acercándose al cuarto creciente. En breve empezará a oscurecer. Escucho la voz de Mick Jagger que se diluye en el aire del parque.
Oh, I’m sleeping under strange, strange skies
Just another mad, mad day on the road.
Esta noche soñaré con una piedra en el desierto, con un gato hecho de estrellas. Soñaré con la vida.
Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 3 de agosto de 2024
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(1) Robert Burnham Jr. (1931-1993), astrónomo de oficio, trabajó durante veinte años en el Observatorio Lowell en Flagstaff, Arizona, midiendo movimientos propios estelares. Una vez culminado su contrato vivió en situación marginal sin relacionarse con colegas o compañeros. Es el autor de la obra en tres tomos titulada Burnham’s celestial handbook, uno de los libros más importantes publicados en el siglo XX acerca de la observación del cielo nocturno. El libro incluye comentarios sobre poesía y literatura además de mitología. La obra se vendió por miles sin que Burnham cobrara los derechos. Su última actividad conocida consistió en vender tarjetas con dibujos propios de gatos en Parque Balboa en San Diego.
El presente cuento es una fantasía sobre algunos hechos reales. La construcción del personaje es propia y literaria y puede no tener nada que ver con la verdadera personalidad de Burnham.