Los cuatro del fuego

De Florencio Nicolau

Los cuatro del fuego

Especial para Eco Italiano

Y ahora es cuando empieza a entender la historia, a darse cuenta del argumento. Pero ya es tarde. El árbol ha reunido a los cuatro.

Acaricia la madera y se da cuenta que es la que estaba buscando, una tabla noble salida de un árbol solitario junto al arroyo donde escuchaba desde chico cantar a los pájaros todas las tardes.

Tal vez la tabla tenga encerrado esos cantos que escucha cuando empieza a pasar el cepillo. La viruta canta y canta y es una forma curva que perfila el clavijero del contrabajo que tiene en mente. Los instrumentos viven más allá de la mano que los crea, piensa.

Ese contrabajo que tiene en la cabeza es diferente. Surge algo nuevo entre las líneas que dibuja en el plano. Piensa que no se ha compuesto aun la música que este instrumento cantará ante un público hipnotizado por ese sonido que espera brindarle con su arte. Un contrabajo brillante, más allá de los barnices y de los reflejos de las vetas; un instrumento que genere su propia luz interior y la proyecte en el tiempo, una especie de fuego interior, una lámpara votiva para alguna deidad tutelar que protegió al árbol solitario.

Todo es nieve.

La mañana es de una gelidez abrumadora. El hombre y la mujer, abrazados dentro de su hogar, presienten un mensaje agorero imbuido en el blanco de la nieve que cubre todo el paisaje que se ha transformado en un piélago helado y anónimo. Una vez escuchó a su abuelo, conocedor de la naturaleza y su lenguaje, que algún día el hielo y el fuego serían nuevamente hermanos. Aparecerían sin aviso y cumplirían con su mandato. Los dioses no cuentan a los hombres que es lo que deparan para la naturaleza. El hombre es muy poca cosa para saber de dioses. Eso le había dicho una tarde primaveral su abuelo. Guardó el relato como un tesoro hasta el día de hoy.

La comida escasea, y es difícil poder conseguir algo con este invierno tan avanzado. Es el primero que pasa junto a su esposa, viviendo solo en su propia casa.

Vamos a morir, piensa.

La escobita de acero acaricia el platillo.

La calle invernal refleja las luces de neón de los comercios de la ciudad en el pavimento mojado. La tristeza se acentúa en las formas que se dibujan en la superficie húmeda, que devuelven reflejos irisados, irreales.

El pianista, el baterista y Scott con su contrabajo se alistan para dar lo mejor de sí. La música empieza fluir como una serpiente mágica que se desliza por todo el auditorio en un entusiasmo ayudado por las drogas y las bebidas que recorren las mesas entre mujeres que ríen y comentan las novedades de Nueva York. La alegría de la música, la vitalidad es ahora predominante en el paisaje interior de todos los asistentes al club.

El trío está tocando como si fueran titanes en el subsuelo de esa ciudad, que hoy día es el centro del jazz, luego que bajó a Nueva Orleans de su pedestal. Los músicos saben en que la historia es cíclica y que en la lejana San Francisco ha aparecido gente extraña que toca un nuevo jazz diferente y atractivo.

Scott ha preparado sus mejores interpretaciones para esta noche. Sus dedos se deslizan por el puente del antiguo contrabajo, un instrumento que remonta sus orígenes a un viejo taller de los comienzos del país. El ritual sigue los pasos tradicionales con el presentador tomando el micrófono y anunciando un tema particular. El fuego de la reunión se torna cada vez más vivo entre los integrantes del trío y los asistentes.

Scott percute las cuerdas del contrabajo creando melodía y ritmo, acompañando las escobillas de la batería y la maestría armónica del pianista, un flaco esmirriado con el cabello engominado hacia atrás y tocando con la espalda paralela al piso, casi horizontal.

Sabe que esa noche su música está viva como las fibras de su contrabajo y quiere vivir el momento compartiendo el fuego interior con la risa y los aplausos.

El fabricante mira el cuerpo del contrabajo recién construido. Escucha a través de la ventana el canto del fluir del río y piensa que ha logrado hacer lo que siempre soñó, un instrumento noble con la madera oscura y brillante.

Piensa en la semana que Dios hizo el mundo, cuando comenzó a reunir la materia y la energía para generar las distintas manifestaciones de la creación: las nubes, la tierra, los árboles que contienen la sabiduría de todo el universo y que son seres tutelares de nuestra existencia. Sabe que la madera de la tapa de ese contrabajo admirado proviene de un árbol cuya historia es única e irrepetible, pletórica de sabiduría ancestral.

Según le dijeron los aserradores, era un árbol más que centenario que había sido objeto de veneración por algunos indios que poblaban la zona. Algunas partes estaban quemadas, pero la madera había seguido creciendo, en una lucha por la vida.

Parish sueña con el éxito porque es ambicioso.

Sueña que hombres con levitas, galeras y bastones con empuñadura de plata vengan un día a la puerta de su casa donde sobre una placa de bronce bruñida ha escrito con letra inglesa, acostada, Aaron Parish, lutier. Sueña que los hombres importantes se pasean por el taller y contemplan extasiados las obras salidas de sus manos. Tal vez algún representante de la Casa Blanca lo compare con algún grande y diga —Mister Parish, usted es el Stradivari americano.

Parish vuelve a mirar el contrabajo lustroso y piensa en su sonido. Todos los sentimientos están en la madera del instrumento porque el instrumento está vivo. ¿Qué era lo que hacían los druidas allá lejos y hace tiempo? Pasaban debajo de los robles haciendo sacrificios a las almas y los espíritus que están en ellos. ¿Qué hacían los etruscos con sus muertos? Los enterraban cerca de los cipreses para que sus almas vagaran por las raíces del árbol. El instrumento hace esto, piensa Parish, permite que la vida surja nuevamente, que el alma duerma en la madera y se exprese cuando las cuerdas son frotadas o pulsadas. Calmosamente o con lujuria. O hablando con Dios.

Siente el ruido invasor y se da cuenta que todo ha empezado. Escucha animales que se mueven con pasos difíciles y sordos en la nieve. Su esposa se despierta de repente y mira junto a él a través de la puerta de la casa de cueros. Un color ominoso se acerca por el bosque, con un sonido crepitante que no hace falta maginar que es: un designio de los dioses o una hoguera que nadie estaba cuidando, dos manifestaciones de lo mismo que ya no interesa distinguir. Intenta salir de la casa con su esposa en una dramática carrera por la nieve que entorpece todo el movimiento. Es el día de la hermandad de la nieve y el fuego.

Scott toca, toca, toca; la gente habla, habla, habla.

Las escobillas de la batería pintan notas que son el reflejo de la algarabía y la pasión que muestra el público que escucha al trío. Las luces de neón de la ciudad parecen fluctuar al ritmo del contrabajo, del piano y de la batería y no se puede creer que solamente tres instrumentos construyan una música tan compleja, fluida y hermosa.

La lluvia sigue cayendo copiosamente y se ven algunos rezagados que entran con sus sobretodos húmedos pero felices y sonrientes. El pianista entra en un trance y comienza a contestar las notas del contrabajo siguiendo el ritmo de las escobillas. Hay una mística en el interior del club que comienza a transformar las personas y a los músicos que entran en una extraña comunión, en un ritual que consiste en la exégesis de las palabras que pronunció Dios durante la Creación. De repente todo es un conjunto, músicos, presentador, publico, camareros. Scott ha llegado al Nirvana, a un estado en donde no presiente ni siente nada más que su música. Solo percibe el golpeteo de las escobillas sobre el platillo y los precisos acordes del piano. Un rayo ilumina al interior del club. Scott queda enceguecido un instante.

Recupera la vista y observa qué hay un movimiento continuo de cabezas que están siguiendo la música con sus cuerpos. Ve una tenue iluminación rojiza que surge detrás del público, que serpentea y fluye en una tonalidad amarilla anaranjada que le confiere vida a la música que está saliendo de su contrabajo. No escucha los gritos porque le parece que son algo que está en su imaginación. No percibe el olor a plástico quemado, ni el ruido de vasos rompiéndose en el suelo, no escucha las sirenas, los gritos de la gente con los abrigos debajo de la lluvia, las instrucciones de los hombres de blanco y los bomberos. No ve la estrella sobre el gorro del hombre que saca a la gente y que dice Departamento de Policía de Nueva York. No percibe sus manos en llamas ni su contrabajo que comienza a ser ceniza y humo.

Solo ve al curioso grupo de tres personas que se dirige hacia él, entre la gente que huye en sentido contrario, desesperada. Un anciano de frondosas patillas con un cepillo de carpintero junto a un hombre alto y de piel cobriza y tocado con un arreglo de plumas que abraza a una mujer joven y asustada.

El hombre de piel oscura se arrodilla y toca la tapa del contrabajo. El de las patillas hace lo mismo, un instante después.

Luego no ve nada más que un pájaro cantando en la nieve.

Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 17 de agosto de 2024

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