La novia de Porsena

De Florencio Nicolau

La novia de Porsena

Especial para Eco Italiano

La luz de la mañana de noviembre entra sin pedir permiso.

Pocas palabras en voz baja y alguien que le toca los brazos y luego la mira fijamente a los ojos. El silencio se asienta. Hay batalla, agonistas en griego significa “combatientes”. La agonía es la lucha por antonomasia. Comienza, al fin, la mía.

Ve los pasillos de la clínica desde la camilla y el rostro de la médica de piel trigueña con los labios pintados que le dice: tranquila todo estará bien. Mentira. Van a terapia intensiva.

La idea del tiempo se diluye en una jungla de aparatos cromados, de pantallas y de enfermeras que se mueven con pasos firmes y decididos entre las hileras de camas separadas por bastidores y cortinas. No quieren que los muertos se miren los unos a los otros. Evoca las miles de páginas leídas a lo largo de su vida y recuerda aquello de: “Sígueme; deja que los muertos entierren a sus muertos”. Jesús fue cruel en su sentencia. Nos avisa que somos más que muertos que vagamos en una tierra de ilusiones y de falsas responsabilidades. Recuerda las tardes de ilusión cuando en el patio del instituto buscaba la verdad a través de las sentencias de Séneca o de los versos de Lucano y Lucrecio. Ha pasado el tiempo, piensa. La muerte está siempre presente, ahora entiendo lo que dijo Jesús.

El mundo es un velo.

Una vez tuvo un alumno extraño. Era un hombre ya entrado en años de pelo corto y canoso, delgado en exceso y agresivamente elegante. Se comportaba con amabilidad excesiva y poseía una cultura singular. Siempre le llamó la atención su forma de expresarse y de escribir, con un manejo desprolijo del español que le daba originalidad a sus escritos. Había estudiado una ingeniería o algo así, pero siempre se había manifestado en su alma el amor a las artes y a las letras. Había viajado con su madre anciana a Asís y había llorado ante la tumba de Francisco. Admiraba a su hermano que construía barcos en miniatura, que eran una delicia para los ojos y el espíritu. Tenía una pasión desmedida por los etruscos. Se había interesado en el sexo ya de grande.

Ese hombre le contó una historia que la conmovió, por la forma en que la contaba y la seriedad con que acentuaba sus sentencias.

«Cuando promedié la cincuentena trabajaba en una repartición estatal haciendo un trabajo de gestión de proyectos de conservación de recursos naturales. Había empezado mi vida profesional con el sueño de ser útil a la sociedad trabajando con ahínco y fruición. Sin embargo el paso del tiempo me mostró que la gente no pensaba lo mismo que yo. Me encontraba preso en una existencia en donde tenía que compartir cosas que no deseaba. Eso siempre pasa, pero aquí la sensación era exacerbada».

«Muchos de mis compañeros profesionales no se preocupaban por nada más que cumplir con lo que se pedía. Los administrativos no tenían mucha formación y eran víctimas de funcionarios estériles en ideas y rayanos en la ignorancia supina. Muchos de ellos, sin embargo, destrataban a sus compañeros con cosas absurdas. Se solicitaban informes técnicos que se entregaban una y otra vez hasta que algún día un jefe superior lo exigía para el día siguiente sin que apareciera lo entregado anteriormente. Muchos administrativos tomaban su trabajo como un simple conchabo».

«Algunos funcionarios se destacaban por el solo hecho de no aparecer nunca. Otros despreciaban a sus técnicos y administrativos dejando el retrete embardunado con sus excrementos. Si, señora, aunque usted no lo crea había gente que no evacuaba el agua del inodoro…»

«Un día después del trabajo salí a comprar unos lápices en un negocio. Me sentí cansado repentinamente y cuando abrí los ojos estaba en un hospital rodeado de médicos que me conectaban cosas y me llevaban en una camilla. Decidí morir esa tarde. Pero no lo logré. No era la hora señalada».

«Ese día renací. Sentí que mi trabajo era vano, solo una ilusión. Dejé de creer en mis compañeros y en todo lo demás. Se me concedió la gracia de tomarme unos días de descanso; para obtenerlos tuve que ir personalmente a hacer un trámite a una oficina en donde dudaron que estuviera enfermo. Nunca había faltado en veinte años».

«Hoy se que todo es mentira. Soy un muerto rodeado de muertos, estoy libre al fin».

Sus palabras le dejaron un mal sabor en la boca, una sensación de enfrentarse a alguien que posee algo que no todos tienen. Sé que ese hombre tuvo una vida extraña después de eso. Dejó de relacionarse con mucha gente y descubrió a personas similares a él a quienes amó y comprendió. Se dedicó a otra cosa…

***

El relato del hombrecito se mezcla con episodios de su vida como docente. Siempre amada por sus discípulos, recuerda la clase de latín con sus alumnos. Un dolor se asoma detrás de sus ojos y se resuelve en lágrimas cuando evoca esas tardes. Una imagen se forma. Está hablando junto al pizarrón:

El latín es una lengua enredada, pero de una precisión única. Desentrañar una frase es un viaje a un planeta fascinante llamado Hipérbaton.

Los chicos y chicas se ríen con la ocurrencia y eso la hace más feliz que lo que nunca la ha hecho un hombre. No hubo hombres en su vida. Pero amó a uno en silencio, un hombre que, sin embargo, atacó ferozmente a sus amados latinos.

Una enfermera se acerca a la cama.

Ahora está hablando de Plutarco y explica que el griego había hecho una de las cosas más insignes de la literatura: comparar vidas de personas similares, pero con el objeto de reflexionar sobre otras cosas que iban más allá de los personajes. Destaca la comparación entre Teseo y Rómulo, en donde Plutarco habla al principio de la singular situación de parangonar las vidas de dos seres que ni siquiera se sabe con certeza si existieron.

Una alumna avispada le dice: —es como comparar la vida de Hijitus con la de Bambi.

Con una rapidez sorprendente contesta: — En ese caso el autor seria un uruguayo de nombre Plutarco Disney García Ferré. Las risas se prolongan por varios segundos.

El sonido de los instrumentos de la sala comienza a imponerse a sus recuerdos.

Ve a un alumno que tiene la carpeta forrada con una foto de Ornella Muti en malla. Cuando pasa entre las filas recitando “O tempora o mores” se para un instante y apoya el dedo sobre la imagen: —buena sangre etrusca.

Risas.

¿Qué imaginarios mundos no recorrió a través de Horacio, Virgilio, Hesíodo y Plutarco? Una vida dedicada con placer a las lenguas clásicas, satisfecha con sus actividades, mañana y tarde en el instituto y rodeada de las mejores ediciones de los libros que amaba. Las versiones bilingües que le prodigaban el deleite de poder comparar la traducción con su propia versión, un juego que le provocaba una inmensa alegría.

Ahora escucha el sonido de las hojas de los árboles en el fondo de su casa grande, heredada de sus padres, mientras lee: Púsose detrás del Pelida y le tiró de la blonda cabellera, apareciéndose a él tan sólo; de los demás, ninguno la veía. Aquiles es el privilegiado que ve a una diosa. ¿Puedo tener la oportunidad postrera de ver al hombre que siempre amé? ¿Pueden los dioses alivianarme de alguna forma esta muerte señera?

El sonido de los instrumentos en la sala de terapia le evocan una flauta soplada por un pastor de Tesalia y sonríe. Las enfermeras y los médicos se acercan con presteza y rostros serios, trabajan con eficiencia conectando electrodos y observando las pantallas que indican los parámetros de un manojo de células que comienza a extinguirse. Después de la crisis queda apagada, apenas una mariposa que puede aletear.

Un hombre que viste una armadura y un yelmo ornado de crines se abre lugar entre los médicos que la miran y se acerca a la cama. La mujer sonríe cómplice. El hombre recio le devuelve la sonrisa. Se conocen hace años. Años.

La presentación es redundante, solo una formalidad.

Soy Lars Porsena.

La mujer asiente mientras observa al soldado vestido de lorica que se saca el casco y se sienta al costado de la cama sin que se hunda el colchón ni se arruguen las sábanas.

La débil mano de la mujer mariposa busca acariciar los luengos cabellos de Porsena.

Te estaba esperando. Cómo Horacio en el puente, dice mientras ríe como una nena que ha hecho una travesura, con la inocencia de esconderse en el baño a la siesta para jugar con los cosméticos de la mamá. No es la compostura de una catedrática de latín y griego. Por primera vez en casi noventa años se anima a tutear a alguien:

¿Invadimos Roma esta noche?

Lars Porsena se acerca y le acaricia los cabellos canos con una ternura viril. Es el saludo de un guerrero a otro. Acerca los labios al oído y dice algo.

La respuesta es un estertor, una sonrisa y el sonido de los instrumentos que rodean a la mujer. La médica de piel trigueña y con los labios pintados le dice algo a una enfermera que se incorpora y va hacia la cama.

La noche de noviembre es una bendición de jazmines.

Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 28 de agosto de 2024

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