De lo que le sucedió a la Coqui con un gato negro

De Florencio Nicolau

De lo que le sucedió a la Coqui con un gato negro

Especial para Eco Italiano

Si este relato es verdadero o no, no tiene importancia. Cuantas historias que son una falsía nos han dado alguna alegría más de una vez. Piensen en las leyendas, si no. Historias indemostrables, que se pierden en el espaciotiempo y que sin embargo seguimos repitiendo para deleite de niños y grandes. Los griegos sabían que tenían que entretenerse contándose mentiras unos a otros e inventaron una rica mitología. Debe ser muy difícil sobrellevar una vida pescando, sembrando y enredándose en un amasijo de lanzas y espadas de vez en vez sin algún entretenimiento en los entretiempos.

El asunto es —que andan diciendo— que la Coqui estaba un día, como todos los días, sentada lo más tranquila en una butaca al lado del mostrador de madera de su librería. Una librería vieja, la más antigua de la ciudad que alguna vez había tenido una reputación intachable en materia de calidad y de clientela. Además su padre, el dueño original y fundador, dirigía una imprenta en la parte trasera y editaba obras de poetas y de escritores que no tenían posibilidad de llegar hasta la gran capital para publicar sus obras.

La Coqui mantenía su negocio aunque ya casi nadie entraba a buscar algo. Libros muy viejos, ediciones pasadas de moda, sin interés para la gente, revistas semanales sin gran valor, discos usados, enciclopedias con datos que ya a nadie servían en un mundo que cambió completamente su aspecto y su dinámica desde la llegada de la revolución del silicio. La librería era un bastión que las modernas tecnologías no habían logrado batir, y estaría en pie hasta el último momento.

El polvo se depositaba día a día en las tapas de los volúmenes, una parte del techo ya dejaba ver parte del entarimado del piso superior y más de una gotera ponía una música singular al ambiente en los días de lluvia. Con el paso del tiempo hubo que apuntalar el frente y las dos amplias vidrieras quedaron ocultas detrás de una enorme estructura de chapas que protegía a los transeúntes de una eventual caída de ladrillos y molduras. Sin embargo la librería seguía firme y si uno se aventuraba iba a encontrar a Coqui esperándolo para seguirlo con su mirada desde su butaca.

Coqui era una mujer tenaz, persistente en su papel de librera. Ya se acercaba a los noventa aunque no los aparentaba. Vestía elegantemente, cosa que contrastaba con la decadencia de los viejos anaqueles de madera.

Parece ser —según comentaron algunas personas del barrio—, que un día la Coqui estaba dentro del amplio salón sentada tranquila junto a la vetusta caja registradora, de esas que tienen una manivela enorme y que pesan una tonelada, cuando por la puerta del negocio apareció, con paso, silencioso como todos los de su calaña, un gato negro de un hermoso pelaje y unos ojos amarillos penetrantes. Avanzó lentamente a paso de gato (no en vano se llama Pas de chat a los pasos que practican las chicas de la escuela de danza que está enfrente de la librería) y se acercó al mostrador levantando la cabeza mirando a la Coqui, que le devolvió la mirada en silencio. El gato maulló y repentinamente se escabulló entre una pila de libros y no se lo vio más. Coqui se preocupó y empezó a buscar entre las mesas de ofertas vacías y detrás de los libros amontonados en el piso para ver donde diablos se había metido el felino intruso. En vano fue su esfuerzo. El gato no se vio por lado alguno. Ya saldrá solo pensó y volvió al mostrador junto a la caja. Dicen que llegó la noche y el felino no apareció. Así que cerró las puertas del negocio y se fue a dormir.

Al día siguiente no había vestigios del gato negro; al otro tampoco, hasta que pasaron cuatro días sin novedades. Eso dicen.

***

Se cuenta que cerca de la media mañana de ese cuarto día la Coqui vio entrar a una persona de aspecto extraño y de ropa un poco avejentada y pasada de moda. Tal vez un bohemio de las letras, de esos que suelen vestirse como en otras épocas para emular a sus escritores predilectos. El individuo, un cuarentón de bigotes, despeinado y transpirado se acercó a paso vacilante hasta el mostrador. Se veía que era un buen hombre pero no estaba en la plenitud de su conciencia y se mostraba nervioso y agitado. Cuando estuvo frente a la Coqui, la mujer percibió claramente el vaho de alcohol que salía de su boca al hablar.

—Disculpe, madame, pero estoy desesperado.

Coqui lo miró fijo y dijo:

—tranquilícese, ¿en qué puedo ayudarlo?

El hombre recobró la tranquilidad, esperanzado.

—Hace unos días perdí la única compañía que tengo en el mundo, mi gato negro. Lo busqué por todas partes pero la intuición, no puedo explicárselo créame, me indica que ese felino está exactamente en este lugar. Es un gato muy especial y no quiero perderlo. La molesto para preguntarle si usted, madame, no lo ha visto.

Coqui en un principio no sabía que decir. Tenía miedo que el hombre no se fuera hasta encontrar al animalito si le decía que, efectivamente, lo había visto entrar días atrás. El hombre tomó la palabra para iniciar un soliloquio que alivió a Coqui de tener que contestar en forma inmediata.

—Soy una persona honesta, pero la vida me ha castigado de múltiples maneras. Perdí a mis padres cuando era muy pequeño y fui adoptado por una familia benévola y solvente que me dio cierta ternura y educación. Mi padrastro me enseñó muchas cosas; me mostró el cielo con el telescopio que tenía en la terraza y me transmitió amor por los libros. Luego pasé un tiempo en el ejército en donde no me hallé. Soy un hombre sensible y no sirvo para la carrera de las armas. Crecí y fui a la universidad pero luego me incliné hacia las letras, como periodista independiente, para aventurarme más tarde en el extraño e incierto camino de escribir cuentos. He publicado muchos, no sé si son buenos. La relación con mi padrastro se agrió y me terminé peleando con él.

Coqui empezó a interesarse en la historia que contaba el pobre hombre de aspecto derrotado pero bondadoso.

—Mi vida familiar ha tenido sobresaltos. Nunca entendí bien el mundo de las mujeres a pesar que contraje matrimonio. Mi esposa, Virginia, falleció en la flor de la juventud. Nunca pude sobreponerme a tan luctuoso evento. He tenido una existencia perseguida por seres extraños y situaciones ominosas que me han atormentado sin poder dormir noches enteras. Era en esos momentos de insomnio que surgían las historias que luego vertía en el papel. La poesía no me fue ajena y un vehículo para hablar de mi verdadero amor.

El hombre intentó remediar su desordenada cabellera logrando solo acentuar su aspecto derrotado y marginal.

—El destino quiso que encontrara solaz en la lectura de ciencias, filosofía y en la observación de las bellezas de la naturaleza. Mi amor a la vida me hizo, curiosamente, no tener miedo a la muerte. Son esas cosas extrañas que tenemos por el solo hecho de pertenecer a la especie humana. A veces prefiero haber nacido un mono para no tener estos pensamientos tortuosos y contradictorios.

En este momento la Coqui comprendió que negarle la verdad a este hombre era de una crueldad innecesaria. Tal vez lo único que lo ataba al mundo era ese gato negro que había entrado a su librería. Pero, a decir verdad, ni siquiera sabía si estaba allí o había salido ya. No obstante, dicen que le dijo:

—Hace unos días entró un gato negro al negocio se escabulló por ahí—indicó señalando la pila de libros.

Los ojos del hombre se iluminaron y recobraron la vida, se irguió y empezó a respirar agitadamente, pero con un evidente dejo de felicidad en la acción.

La mujer conmovida le dijo—Si quiere, búsquelo no me molesta, pero si no lo encuentra le advierto que llegada la hora de cerrar lo haré y le pediré que se retire—. El hombre asintió aceptando las condiciones.

Por esas cosas de la vida, que algunos llaman sincronicidad, no habían terminado el diálogo cuando se escuchó claramente un maullido surgir de la parte trasera del negocio. Ambos se sobresaltaron y sonrieron a la vez con alegría y esperanza sincera. Lentamente, un gato negro se dirigió al mostrador y de un salto buscó los brazos del atormentado escritor.

Me dijeron que el hombre y la Coqui se abrazaron como si se conocieran de años y el dueño del gato se desmoronó en cumplidos a Dios y a la dueña de la vieja librería.

Andan diciendo que recobró la compostura y sosteniendo al gato con una mano saludó gentilmente a la Coqui con la otra y retirándose de espaldas hacia la entrada y realizando inclinaciones de reconocimiento y respeto desmedido casi histriónico, llegó a la puerta. Estaba por salir cuando la Coqui le pidió que esperara un momento.

Comentan que la mujer le dijo desde el mostrador:

—Señor Allan Poe, un gusto conocerlo.

Y Edgar, dicen, contestó:

—faltaba más, el gusto es mío.

Pero posiblemente toda esta historia sea cosa de viejas que andan noveleando.

Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 28 de septiembre de 2024

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