La campana de la señorita Galatea Camposanto

De Florencio Nicolau

La campana de la señorita Galatea Camposanto

Especial para Eco Italiano

Ha muerto Galatea. Simplemente no le entraron más años en el cuerpo. Me ha tocado, en mi carácter de cuidador, ser la persona que la encontró esta mañana en la cama con los ojos cerrados y un rostro pacifico a pesar de los estragos de la vejez. Una persona centenaria que guardó una vida sana pero que al fin la muerte logró alcanzarla cuando parecía que se estaba escapando. Son pocos los parientes que quedan en relación directa. Nunca se casó, no tuvo hijos. Tal vez el afecto más real sea yo, el hijo de una persona que la trató siempre de tía aunque no hubiera lazos de sangre. Piensen en esto: nunca sabrán quien los acompañará—en vano—en el momento de la retirada formal de este plano.

Sigo el protocolo que tengo en mente desde hace un tiempo. Busco los documentos, aviso a la funeraria y me preparo para hacer todos los trámites necesarios para concretar el entierro en un nicho que ya tiene asignado. Aviso a los pocos que tuvieron alguna relación con ella. Todos lo sienten profundamente, es decir ninguno de ellos irá al entierro. Pasado cierto número de años la gente empieza a asumir la muerte del prójimo. El momento real es solo una confirmación y no faltan quienes a recibir la noticia se enteran que estaba aún con vida.

Ya sé lo que están pensando. No. no. No busco ninguna herencia ni voy a aprovecharme de alguna situación para sacar ventaja. Galatea Camposanto solo tenía esta modesta casa, su ropa, una pequeña biblioteca y algunos objetos que ofician de adorno en las cómodas viejas con la superficie de mármol rajadas y las lunas de los espejos con moho en los bordes biselados. No sé quiénes serán sus herederos, yo no lo soy; la relación con ella siempre fue de afecto auténtico. Mis abuelos murieron cuando era muy pequeño y encontré en Galatea un sucedáneo de ellos. Actuó de esa manera, prodigándome lecturas de cuentos, historias de su juventud y una modesta cantidad de dinero que me daba en un sobre cerrado todos mis cumpleaños. Amaba—y amo—a Galatea.

Miro el viejo sillón de mimbre donde se sentaba todas las tardes a mirar la nada. Descubro que ese mueble ha perdido la personalidad. Me doy cuenta que ya no la veré más, centenaria y con las manos en el regazo en actitud de una oración pagana y la mirada perdida. Me acongojo y mi rostro se llena de lágrimas. Nunca pensé que iba a llorar la muerte de Galatea. Me engañé a mí mismo. Desde la cama, con cabecera de bronce empañado, el cadáver de tía Gala (así la llamaba) es un recordatorio sólido del destino humano. Me acerco y ensayo alguna oración de mi inventiva. Nunca profesé religión. Galatea tampoco.

***

Sale un momento del estado de ensoñación en que ha caído inexplicablemente y mira alrededor. Apenas se pinta de un rosa pálido el cielo y ya hace rato que está levantada haciendo cosas en la cocina. Una mañana que se descubre al mundo como una bendición de primavera y sol, con zorzales que le ponen la música al este. Unos extraños nubarrones se ven en la lejanía, una cosa verdaderamente rara para esta época del año. Oye el ruido de un motor y ve la tierra que se levanta en el horizonte y piensa quien puede venir a la escuela tan temprano. Es alguien del pueblo que conduce en un Ford. La maestra sale a la puerta de la modesta escuelita y espera ver entre la nube de polvo la identidad del conductor. Es un alumno de los mayorcitos, Restituto, hijo de uno de los chacareros más afortunados del pago. Un chico aventajado en este páramo alejado de la humanidad. Qué hace un domingo a la mañana en el auto de su padre es una pregunta que pronto se asienta en la cabeza de la maestra.

El muchacho, una mezcla de gringo con morochito, baja del auto, agitado. Trae noticias importantes. La maestra y el mozo se enfrentan y la mujer le pregunta qué está haciendo en día de asueto y a esas horas por la escuela. Restituto no para de respirar agitado y cuando resuelve el resuello en voz le dice que su padre le pide que le avise que se viene un viento de Madre y Señor mío y que si no se protegen enseguida bajo alguna construcción sólida van a ir a parar al diablo. Vengasé con nosotros que en esta escuelita la va a pasar mal. ¿Y cómo sabe tu padre que esto va a pasar? Semo gente de campo seorita Gala, creanós en lo que le decimos, amétase bien guardada porque la tormenta es de Jesús, María y José y de la gran puta que los parió a los tres juntos; se sonroja por la blasfemia que repite de habérsela oído al padre. La señorita Gala se preocupa porque ve que los nubarrones están empezando a copar parte del cielo a una velocidad implacable. Y vos, tarambana, te viniste de tu casa y ahora nos agarra a los dos acá en el medio de la nada con esta escuelita que se viene abajo de mirarla.

El vienta empieza a sonar aterrador y los árboles comienzan a mover las copas de forma violenta de un lado para otro. La maestra y el muchacho miran alrededor aterrorizados cuando una ráfaga de una fuerza descomunal los hace trastabillar y casi caerse. Desesperados se meten en el Ford sin decir una palabra ni ponerse de acuerdo. El instinto de supervivencia les funciona a la perfección. La campana comienza a balancearse y a sonar con una estridencia desconocida, como si hubiera cobrado vida a través del hálito santo del viento. Empiezan a volar cosas, las piedras se arrastran, la escuela comienza a recibir en sus paredes los embates del ciclón; la maestra y el muchacho buscan desesperados refugio agachándose en el piso del automóvil. El cielo es negro absoluto y el sonido del viento no deja oír nada de nada. Es una de las tormentas más grandiosas que la señorita Gala ha vivido en sus años de magisterio en los pueblos donde ha vivido. No es lluvia es solo viento. El muchacho perdió toda su valentía y empieza a lloriquear y temblar a pesar de ser un mozo de unos catorce, tal vez quince años. En el paroxismo del meteoro la maestra comienza a sentir una desazón y desesperación desconocida en su espíritu hasta entonces y simulando proteger al muchacho lo abraza para sentirse ella protegida. Y así quedan los dos dentro del auto fuertemente apretados el uno contra el otro.

No escuchan que la campana ha dejado de sonar.

***

Los hombres de la funeraria se llevan el cuerpo de tía Gala en una furgoneta y me hacen firmar todos los papeles luego de pedirme los documentos. Me quedo solo en la casa contemplando los restos de un presente que comienza a entramarse en pasado. Las copas de cristal, un revistero viejo, los libros en la biblioteca, algunos forrados en papel madera manoseado. Contemplo el objeto que más me ha llamado la atención desde que oficio de acompañante de tía Gala. En el piso, al lado de la puerta, hay una pequeña campana de bronce a la que le falta un gran pedazo en forma triangular. A través se ve que no tiene badajo. Un objeto extraño dentro de la casa de una maestra jubilada hace añares. Varias veces le pregunté de donde era y que significado tenía para ella como recuerdo. Lo único que conseguí sonsacarle fue que se trataba de una campana de una de las escuelas en donde había dado clases en su juventud. Cuando inquirí que le había pasado para que se rompiera de esa manera, farfulló algunas evasivas y se quedó muda mirando la nada. Parecía que sonreía avergonzada.

***

El vendaval amaina primero y luego se va extinguiendo gradualmente hasta que vuelve una calma vagarosa. El paisaje ha cambiado por completo. Árboles derribados, piedras por todas partes. Una de las paredes de la escuela tiene un hueco pero felizmente la casa se mantiene en pie. La tormenta dejó su impronta en la tierra que ahora cubre los canteros con las flores que cultiva la señorita Gala en sus ratos libres de maestra soltera. Galatea y Restituto están hechos un ovillo, abrazados en el asiento de donde no se han movido un ápice desde que comenzó el ciclón inesperado. No se animan a salir por temor a que todo empiece de nuevo repentinamente. La maestra siente el temblor del muchacho en sus brazos y esa vibración de origen humano le devuelve un poco de tranquilidad y de conciencia acerca de la existencia del mundo. El mozo se aferra a la espalda de la mujer con una fuerza sobrenatural. Galatea exhala un suspiro de reconciliación consigo misma e, inconscientemente, acaricia el cabello de la nuca de Restituto. Son cabellos fuertes, una mata densa y salvaje de un ser criado al sol y a merced de las duras tareas rurales en compañía de su padre y sus hermanos. La mano de Galatea encuentra solaz en este gesto insignificante. Sin tomar conciencia baja la mano hacia el cuello que empieza a relajarse lentamente después del ataque de pánico. Son ellos dos los que han sobrevivido a la tormenta, el resto del mundo ya no importa. Restituto empieza a desprenderse del fuerte abrazo de la maestra pero Galatea lo retiene con toda la vehemencia de sus treinta años saludables. Las caricias se vuelven involuntarias y repentinamente Restituto comienza a corresponderlos con un movimiento de las manos sobre las piernas de Galatea que lleva unas tersas medias de seda. No surge una palabra entre ellos cuando sus bocas se buscan y se unen en un beso que parece no terminar nunca. Restituto descubre, sin que nadie le haya enseñado, para que cosas sirve la lengua además de para comer helados y hablar. La reacción es eléctrica; comienza a sentir la piel de la mujer debajo del vestido primaveral y en una atavismo animal le mordisquea el cuello que Galatea le ofrece sin ningún tipo de resistencia. La mano de la maestra le acaricia la panza, le toca el ombligo con el índice y baja hasta tomar el sexo dormido de Restituto que empieza a despertar por primera vez en la vida en un amanecer biológico y sensual.

Restituto piensa si lo que siente es el Paraíso del que habla el cura en los sermones.

….

Salen del auto sin mirarse el uno al otro. El precio del pecado es el silencio. Ambos saben que el placer quedará sepultado para siempre bajo una tormenta inesperada en la puerta de una escuela en las afueras de un pueblo que, con los años, solo ellos recordarán.

Restituto, acomodándose la ropa descubre la campana rota. El golpe del viento la arrancó de la improvisada melena y la azotó contra el poste de un alambrado. La fuerza del choque fue tal que la partió. La señorita Gala sabe que ya estaba marcada y ve a la campana dañada como el símbolo de una consumación, de algo que debía pasar y terminó pasando. El badajo, que estaba pobremente sujeto con un trozo de cáñamo, aparece tirado unos metros más allá. Sin mediar palabra alguna, Galatea lo recoge y acariciándolo sensualmente, se lo lleva a la boca y le pasa la lengua un instante. Sonríe mirando a Restituto que baja la cabeza, avergonzado. Luego se lo da y le pide que lo guarde.

Restituto le da manija al auto—que milagrosamente anda—y se va a su casa a campo traviesa tratando de no pensar en nada.

***

Entra el féretro al cementerio mientras dobla la campana. El sonido no es una oración de difuntos. Está contando una vieja historia de amor.

Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 19 de octubre de 2024

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