De Florencio Nicolau
Especial para Eco Italiano
Ah, el Amor —sí, sí, con mayúsculas—, ese sentimiento sublime que enardece las pasiones y da un pulimento argentino a las almas de quienes han sido tocados por los dioses. ¿Quién puede negarlo? Qué sería de un mundo en donde lo único que prevaleciera fuera el odio y el desprecio por la humanidad y el prójimo. Un desastre, algo que no se podría sobrellevar por poco tiempo. Pero por virtud de Dios, que perfeccionó el alma humana y nos puso a medio camino entre bestias y ángeles, por momentos nos sentimos seres seráficos cuando contemplamos unos ojos, una boca o el alma de un ser que hemos elegido para compartir la vida.
No voy a negar —soy un hombre maduro y consciente— que muchas historias o encuentros en la palestra de Eros no siempre empiezan o terminan bien. Sírvase el lector comprender las particularidades de quien empuña este humilde cálamo, que siempre la fortuna lo ha hecho caer enamorado de mujeres que hace años que están perfectamente casadas. Y es que, guste o no, Cupido suele tener a veces, como muchos grandes creadores, ciertas desprolijidades o falta de certeza en el arte sagitario.
Pero sin desanimarse por estas cuestiones que suelen suceder, tenemos que pensar que el ser humano en su condición de poseedor de un alma vagarosa, mutable, mercurial, con el horror a la rutina diaria y con la desazón que da la necesidad de ganarse la vida, suele darle crucial importancia al hallazgo del amor y de la pareja. Normalmente la mayoría de los seres humanos no la encuentra jamás en su vida. Pero hay excepciones que valen la pena. Y es venturoso pensar que uno puede ser el elegido lo que nos lleva a cometer siempre el hermoso error de enamorarse.
***
Julieta vivía en una casa modesta en un barrio no lejos del centro de la ciudad. Se trataba de un caserón de antaño, de esos que se construían con altivez para que los dueños pudieran demostrar su importancia ante el mundo y que adornaban con molduras y mascarones en las fachadas a la manera de un palacio florentino. Algunos propietarios se animaban a inventar blasones que ponían sobre la gran puerta de entrada. Los descendientes y herederos de esos primitivos dueños, muchas veces por peleas intestinas entre la familia o por desinterés en conservar la casona, terminaban dividiéndola en varias casas más pequeñas para alquilar a inquilinos de bajos recursos. En una de estas casas vivía Julieta. Mujer viuda desde hacía años, tenía solo dos aficiones: la televisión y la bebida. De la primera prefería los programas de preguntas y respuestas en donde los concursantes llevaban el corazón a la boca de los espectadores perdiendo pozos acumulados por respuestas asombrosamente poco sabias; de la segunda, una buena ginebra.
Julieta vivía sola y los pocos parientes que tenía no venían a verla. La razón era sencilla: varias veces los había sacado a los gritos e insultos después de una buena sesión de tevé y alcohol. No tenía ninguna ocupación a sus setenta y algo de años y si bien dependía de una jubilación escueta tampoco tenía más gastos que la bebida y algo para comer. Su vida era, a su manera, tranquila y no se quejaba de nada más que de dolor de piernas. La casa de al lado, la división del caserón, no tenía inquilinos y eso la daba una tranquilidad invalorable para ver la tevé a buen volumen y gritar blasfemias a viva voz después de un trago.
El asunto es que, como dicen los sabios de oriente, el mundo muta constantemente y el cambio está en permanente acción. Un día llegó a la casa de al lado un inquilino. Julieta comenzó a preocuparse ni bien vio que una camioneta destartalada comenzaba a bajar muebles y cestos con ropa, mesitas de luz, una cocina y unos cuadritos. En un descubrimiento que su intimidad se estaba violando, comenzó a ponerse nerviosa y no vio con buenos ojos al hombre de su misma edad que bajaba solitario del vehículo para iniciar su nueva vida como vecino de Julieta. El hombre, un jubilado de la municipalidad, era robusto y de pelo canoso sin el más mínimo asomo de calvicie. Se lo veía con un pasado acostumbrado al trabajo vigoroso y al uso de herramientas, lo que trasuntaba en una actitud varonil e imponente. Esa fue la imagen que tuvo Julieta en el primer golpe de vista de Teófilo Romero. Y así, un día de comienzos de verano se inició el primer capítulo de la vida en vecindad de los dos inquilinos.
Julieta sintió odio a primera vista. El primer día puso el aparato de televisión a todo volumen para molestarlo. Salió al balcón para quejarse de la inseguridad del barrio hablando a los gritos y manifestando que hoy día ya no se puede confiar en nadie. El hombre de la casa de al lado no acusó recibo ni se quejó de nada. Al otro día salió de su casa y fue a hacer las compras a la verdulería y cuando volvió vio a Julieta bebiendo en el balcón y la saludó respetuosamente. La mujer vio caer en saco roto su plan de echar del barrio al nuevo vecino.
Julieta se batió a duelo como todas las mañanas con la botella de ginebra, que oficiaba de máquina del tiempo. No soportaba la presencia de un hombre en las cercanías. Tanto en las de la vida como en las del vecindario. Y esto último estaba empezando a carcomerle el alma desde lo más profundo, en un sentimiento agrio que el universo que había construido en los últimos años de vivir sola se estaba desmoronando. Es el flagelo de quienes se encierran en sus propios mundos aparentemente inexpugnables. Siempre aparece una grieta por donde se cuela, sin pedir permiso, la realidad. La bebida había comenzado a tejer su matriz de recuerdos.
El hombre está en un incierto mundo de sueño producido por la enfermedad y la morfina. La mujer sostiene la mano huesuda y débil que apenas puede despegarse de la cama y se escucha la respiración débil que surge de la boca entreabierta y desdentada que se pierde en una barba de varios días. La mujer, sin encontrar un consuelo que la pueda hacer salir de la comunión que comparte con el moribundo, solloza. Es una pasión vivida de a dos, un padecimiento en que cada uno de los agonistas cumple una parte del proceso. Sabe que será uno el que partirá, pero el otro deberá cargar con todo el peso de una historia compartida durante más de cuarenta años. ¿Eso es lo que hace Dios con el amor? ¿Destruirlo para divertirse viendo la desazón y el estado de aturdimiento en que queda la otra parte? De nada sirve amar si todo se termina. Saca de la cartera una botella y se sirve un vaso mientras contempla dormir, al fin, al hombre de piel amarilla que se pierde entre los pliegues de las sábanas de una habitación de la clínica.
El amor es una mierda.
***
El timbre de la casa suena por segunda vez, la primera no lo escuchó sumida en el sopor de la doble realidad que está viviendo. Con paso inseguro se dirige ofuscada y abre. Es Romero.
—Disculpe que la moleste señora, soy Teófilo Romero, el nuevo vecino. Quería saludarla en primer lugar. Vamos a vivir muy cerca el uno del otro.
Julieta queda asombrada de la amabilidad del hombre canoso que no parece para nada ser agresivo ni buscar problemas. Es sincero y auténtico además de buen mozo. Seguramente es una mentira pergeñada por el demonio para causarle problemas, como siempre.
—¿Qué quiere?
Romero se incomoda por la brusquedad del recibimiento pero no pierde la compostura ni la dignidad. Además la mujer huele a alcohol.
—Quería pedirle permiso para atar una cuerda en su balcón para tender la ropa. Es solo algunos días, hasta que pueda colocar una en la terraza. Verá, recién vengo y tengo cosas que lavar y no sé donde secarlas, será un asunto de un par de días, nada más.
La mujer entiende a medias lo que el nuevo vecino le está diciendo. Los recuerdos se mezclan con la realidad y ve a otro hombre parecido en su casa pero en una situación distinta. El hombre que entresueña despierta es más bajo que el que está parado en la puerta esperando una respuesta. Es un humilde trabajador que está arreglando una heladera descompuesta un día de verano. Está agachado maldiciendo en un charco de agua que brota del artefacto descongelado mientras busca algo detrás, donde está todo ese enrejado que vaya uno a saber para qué sirve. Blasfema, pero lo hace para cumplir el ritual de maldecir contra la mala suerte de la pobreza y por el hecho de ser el hombre de la casa que todo debe afrontarlo. Pero en su fuero interno se está divirtiendo porque es una a persona pacífica y de un optimismo exacerbado que sabe que el problema es una tontería y que lo va arreglar en un santiamén. Esa noche tendrá cerveza fría en el congelador y se va a reír mirando la televisión junto a su mujer, tomados de la mano. Ella lo mira porque sabe todo lo que está pensando ese hombre que es su hombre. También está malhumorada pero es una actitud fingida, el cumplimiento de un papel asignado en el doble juego de la relación. De pronto la mujer se abalanza hacia el hombre tirado en el piso y lo besa sin que medie una palabra. Poco le importa que arregle la heladera o no. Le importa que esté ahí, en el piso junto a ella, mojados y enamorados.
Vuelve de la ensoñación y mira al hombre de la puerta.
—Solo dos días— contesta, y hace un giro con la cabeza para que entre.
Romero agradece y pasa respetuosamente conducido por la mujer que lo lleva a través de las habitaciones sucias y desordenadas hasta el balcón que tiene una baranda de hierro. Romero lleva una fuerte soga de cáñamo manoseada, de esas hechas para durar una eternidad, y con habilidad y presteza practica un nudo en un hierro empotrado en la pared que oficiaba de sostén de un toldo que ya no existe. La idea es atar el otro extremo en un hierro similar en su balcón y de esa forma quedará una soga tendida entre ambas casas, Un segmento quedará sin utilidad—la parte que media entre los dos balcones— y la otra quedará en su casa donde podrá tender la poca ropa que tiene. Una vez atada la soga, la arroja con fuerza hacia su balcón para hacer el mismo trabajo den su casa.
—Gracias Señora, ahora ato la otra parte y en dos días vuelvo y la saco.
Julieta asiente en silencio y acompaña al vecino a la puerta.
Una vez en su casa el hombre comprueba tirando que el nudo esté bien fuerte del lado de la vecina. Está conforme, pero para estar seguro decide darle una vuelta más a la soga. No quiere molestar a la mujer que aceptó de mal humor hacerlo pasar; así que se para sobre ambas barandas para alcanzar el hierro empotrado sin tener que ir a la casa nuevamente. Comprueba que el nuevo nudo está bien fuerte y tira para probar. Patina y cae hacia la calle. Logra sujetarse fuertemente a la cuerda y queda colgado unos tres metros sobre la vereda.
…
Julieta bebe en la mesa de la cocina y le parece escuchar unas voces desesperadas que la llaman. Se incorpora con dificultad y se da cuenta que los gritos vienen de afuera, de la habitación que da a la calle. Se dirige a la ventana y ve la cuerda tensa en el hierro de la pared, se apoya en la baranda y ve en escorzo a Romero que cuelga apenas unos centímetros más abajo en el vacío. No escucha lo que le dice porque está aturdida por la sorpresa y la bebida. Se pone de panza en el piso y extiende la mano. Es suficiente esa mano débil, temblorosa, perteneciente a un cuerpo desgastado y ruinoso para que Romero tenga un punto de apoyo durante medio segundo y poder tomarse de la parte baja del hierro de la baranda. Un instante después están los dos, Romero y Julieta sentados en el piso respirando agotados.
La enfermera la abraza mientras llora desconsolada. La camilla con el cuerpo cubierto con una sábana sale de terapia intensiva. Quedan algunos remedios en la mesa de luz y la ventana abierta de par en par a una mañana de primavera. Luego el cementerio con pájaros que cantan en los añosos cipreses mientras caminan entre panteones que se hacen polvo desde hace años. No habrá más heladeras rotas que chorreen agua, piensa mientras los empleados del cementerio ponen el ataúd en un nicho alto mientras, lejos de la mirada de los deudos, dos muchachos ya tienen preparado un balde con la mezcla y la tapa de cemento anónima. Los adornos de bronce y el florero van a cargo de la clienta que nunca, nunca, pondrá nada de nada y convertirá la palabra Amor en el número 243, sección B.
…
243, Sección B.
Es lo primero que dice Julieta cuando recobra la conciencia después del susto y de los efectos de la ginebra.
—¿Qué?— dice Romero asombrado de escucharla hablar después de un rato de largo silencio.
—Nada, no se preocupe.
—Sabe Julieta, ¿usted se ha dado cuenta de lo que parecen juntos mi apellido y su nombre?
Julieta hace una mueca de desprecio mientras mira un perro en la vereda de enfrente.
—No sé a qué se refiere, Romero
—No le suenan a algo, ¿cómo podría decir?, conocido
—¿Cómo a qué?
—A una obra famosa, un libro. Piense, piense Julieta.
Julieta comienza a esbozar una sonrisa indefinida mientras mira al perro que pasa.
—… Romero y Julieta, si, ¿sabe que tiene razón?
—Ve yo confié en usted y no confía en mí.
Julieta recupera la compostura y dice en voz serena y firme:
—Los tres mosqueteros, ¿no?
Romero sonríe disimuladamente y agacha la cabeza tomando aire.
—Sí, Julieta, Los tres mosqueteros.
—Quédese a cenar, Romero.
Romero acepta con la mirada. Julieta se levanta. Va a ordenar la casa y bañarse. La semana que viene tiene que ponerle una foto y un nombre al nicho 243, sección B y comprar unas flores.
Además, no debería beber tanto, piensa.
Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 27 de octubre de 2024