De Florencio Nicolau
Verde y blanco

Especial para Eco Italiano
Esto empezó pagando impuestos atrasados en el cementerio, mirando los cipreses y las araucarias mientras esperaba mi turno. Reflexionando sobre la muerte y otras zonceras lo vi por primera vez. Un hombre anciano de barba larga y vestido de riguroso traje, un poco pasado de moda, sentado en uno de los bancos cercanos a la entrada en actitud introspectiva. Sacó un libro y se puso a leer atentamente sin darse cuenta ni acusar recibo de nada de lo que pasaba alrededor. Su figura quijotesca era, sino atractiva al menos interesante.
Una vez que averigüé los detalles del trámite, me retiré de la oficina con las boletas impresas y fui a dar un paseo por el camposanto para mirar las flores y observar de cerca al viejo. En realidad me interesaba saber qué era lo que leía. Si se me permite una digresión, quienes cultivamos desde niños el culto a la lectura y los libros tenemos una inclinación particular de conocer qué es lo que lee el prójimo. No en vano los lectores nos conocemos de alguna manera y hay algo que nos une que va mas allá de las páginas que leemos o de las manos y las mentes que las escriben. El mundo de los libros es un plano paralelo a nuestra realidad y es donde los lectores nos sentimos, a veces, más cómodos.
Pasé cerca del hombre y miré —previo cortés saludo—, la tapa del libro. Se trataba de una edición en rústica, bastante vieja y manoseada de Investigación sobre el entendimiento humano de David Hume.
—Interesante texto para leer aquí—dije con ironía— sobre todo porque este escocés escribió hasta pocas horas antes de encontrarse con la muerte.
El viejo levantó la vista del libro sin ningún tipo de asombro y me dirigió la palabra como continuando un diálogo que habíamos empezado mucho antes.
—Sí, es cierto, pero debe usted a la casualidad hallarme en este lugar con este libro. Podría haber traído cualquier otro, pero el hado lo quiso así.
Hablaba con cultismos y de una forma extraña y refinada que revelaba una formación singular. Me presenté y le dije que era aficionado a la lectura. Me contestó con aire pensativo y con una mirada soñadora:
—¡Ahh!, la lectura, fiel compañera de mi vida; hallé solaz en las páginas de un libro desde muy pequeño. Mis padres eran pobres trabajadores que no podían permitirse el lujo de traer a casa cosas como música o libros. Es por eso que desde pequeño frecuenté las bibliotecas públicas como forma de entretenimiento ya que no tenía que pagar para acceder. Más grande, cuando ya tenía un modesto trabajo de dependiente en un negocio (usó la palabra dependiente), cursé, sin terminar, la carrera de letras. Hoy ya retirado me deleito releyendo paginas que dieron alguna luz a mis días.
El buen hombre no tenía problemas en dialogar y poseía una forma de expresarse seductora, por momento sibilina. En pocos minutos me di cuenta de su personalidad atractiva y de su temperamento adaptable, mercurial.
— ¿Qué lo lleva a venir a leer aquí, al cementerio.
Pensó un momento mirando hacia adentro.
—Este es el fin de todos nosotros. El último camino será está calle— señaló la ancha entrada de la necrópolis— y dada mi avanzada edad encuentro normal empezar a acostumbrarme a estar aquí. Además hay una suerte de circunstancias propicias en el hecho de estar rodeado de todas estas tumbas y monumentos que recuerda a quienes han pasado por este plano en épocas remotas. Cada uno de estos mármoles y de estos panteones albergan huesos pero también las historias y los sentimientos de centenares de personas que tuvieron sueños, vivieron realidades crudas o afortunadas y que hoy son todos iguales. El silencio que encuentro aquí sumado a que mi modesto hogar esta a apenas unas cuadras (señaló para todos lados con la mano), me invita a venir aquí los días de buen tiempo a releer mis autores preferidos: Hume, Locke, Cervantes. ¡Cuántos hombres y mujeres que nos han dejado una gran riqueza en sus obras! Y hablando de riquezas tampoco hay que subestimar la del arte que podemos contemplar aquí. Un cementerio es de alguna manera un museo al aire libre. Cuantas estatuas, esculturas y ornamentos nos invitan a reflexionar sobre el interés del hombre en perpetuar su recuerdo a través de la génesis de estas obras. Este lugar es una plétora de bronces y mármoles que me ha dado mucha riqueza en los últimos años.
Parecía que en su profundidad filosófica se transformaba en un maestro que iba a introducirme en el mundo de lo escatológico o los misterios de un universo ctónico vedado a los profanos. El hombre prosiguió en su soliloquio, inspirado por una fuerza del más allá.
—Diversas culturas del mundo antiguo se interesaron por las formas de representar el pasaje a otra vida más allá de esta, repleta de las miserias y los sinsabores que nos han tocado en suerte, cuyo significado aún no tenemos la dicha o desgracia de conocer. Los etruscos nos legaron el culto a los cipreses, pues las ánimas de los muertos se albergan en sus raíces por la eternidad. Los romanos nos dejaron la costumbre de enterrar en nichos a nuestros muertos. Las plantas nos dan diversos mensajes a través de sus olores y sus colores que juegan un papel preponderante en las ceremonias fúnebres. ¿Sabía joven que un catalán, Celestino Barallat y Falguera, estudió el significado de las plantas y árboles en las tumbas en una obra que dio a la imprenta en 1885 y que tituló Principios de la botánica funeraria? Pues bien, qué más puedo decirle para explicarle la importancia para mí de este lugar que me ha brindado —irónicamente— alguna de las alegrías más memorables de mi vida solitaria.
Para el anciano la necrópolis, que significa ciudad de los muertos, era una forma de vida. Ha de haber gente para todo.
***
Menos de una quincena después pasé por la administración del cementerio a terminar los trámites. Desde la oficina observé que el viejo filósofo estaba parado en la entrada con las manos en posición de respeto participando de un entierro. Sostenía un libro, lo que le daba el aspecto de un sacerdote. Al salir, discretamente me di vuelta y lo saludé con una sonrisa. El hombre, hierático con su barba y su dignidad, realizó un movimiento de cabeza saludándome con acendrada cortesía. Un instante después no estaba más.
***
El verano se instaló en la ciudad para quedarse. Un mediodía pasé en auto por la calle principal del cementerio y de un golpe de vista vi una figura conocida. El anciano de riguroso traje gastado y con su larga barba a pesar del calor estaba parado en la esquina frente a la entrada, donde están las principales florerías, hablando libro en mano, con una persona de aspecto sospechoso, desharrapado y de no buen vivir. Intercambiaron algunas palabras y luego el individuo apuró el paso y se metió en un negocio de esos donde se venden adornos de bronce y se cortan mármoles para nichos y tumbas. Mi amigo siguió su camino hacia el cementerio. Me adelanté con el auto y respetuosamente lo saludé.
—¿Cómo va la cosa caballero? Va un rato a leer aprovechando la mañana ¿No?
El viejo se sobresaltó y abrió grande los ojos. No esperaba que alguien lo pudiera encontrar. Al principio simulo no conocerme (lo cual es justificado dado lo poco que nos habíamos visto) pero luego se tranquilizó.
—¡Ahh!, es usted joven, créame que no lo conocí— dijo mientras miraba nervioso a cada lado como si quisiera constatar que nadie nos estuviera mirando. Algo extraño pasaba por su mente.
—Disculpe si lo asusté, yo…
—Para nada, para nada. Sabe, justo aparece usted y necesito la ayuda de alguien. Una persona de gran fortaleza. — esbozó una sonrisa curiosa, irónica, llena de una picardía que no alcancé a entender. —Vea, es algo muy sencillo acompáñeme adentro, es un rato nomás. Deje el auto acá debajo de los árboles.
Extrañado por la propuesta, pero sin reparos ni preocupación alguna entré con el hombre. Se acercaba la hora del cierre de la mañana. Cuando pasamos por la puerta el guardián de turno saludó al viejo y me miró extrañado. El filósofo le devolvió la mirada y dijo en voz muy baja y en tono muy extraño e intimista:
—Es nuestro amigo.
El guardián me miró silbando bajito y agachó la cabeza en señal de reconocimiento como dándome la bienvenida a algo. Comencé a ponerme nervioso y a arrepentirme de haber entrado. El viejo siguió caminando por una calle paralela a la central.
—Vamos por acá, es solo un momento.
Escuché la campana que anunciaba el cierre. Los últimos deudos que estaban visitando a sus mayores salieron despacio. Unos segundos después el golpe de la reja de la entrada impuso el silencio de la siesta.
—Están cerrando…
—Tranquilo joven, vamos a salir en unos minutos, tranquilo, confíe en nosotros.
Este segundo plural pronunciado en minutos comenzó a inquietarme.
Seguimos caminando y nos acercamos a un panteón muy viejo. Sobre la pared había una gran placa de bronce con un pensamiento acerca de la muerte y el nombre de la persona enterrada. Los tornillos que la sujetaban estaban en muy mal estado y la placa estaba floja. El viejo se alejó un momento y se metió en un panteón abandonado y volvió con una bolsa de lona muy desgastada. El sol de verano estaba pegando implacable sobre el universo de mármol blanco. Sacó de la bolsa una barra de hierro con un extremo curvo, de las que usan los albañiles.
—Tome, sáquela.
—¿¡Qué saque que…!? Exclamé asombrado y con miedo.
—Eso— me señaló la placa.
—Usted me está proponiendo…¡robar esa placa de bronce!
—La jubilación de empleado municipal no da para vivir, amigo. Y no le propongo: le ordeno que lo haga.
El mundo se vino abajo. Todas mis estructuras construidas desde pequeño en la escuela, en la casa con mis padres, en la universidad en el trabajo tocaron fondo en un instante. Descubrí que el deber ser está muy lejos de la realidad y que lo que me había faltado en la vida era precisamente bajar a la realidad de vez en cuando. Escaparme era un acto de cobardía, algo que una persona entera no podía hacer; además la puerta estaba cerrada. Tomé la barreta y calcé el extremo recto entre la placa y la pared.
—Córrase viejo de mierda, si esto le cae en los pies lo deja rengo para siempre.
—Viejo, amigo, solamente viejo…
Hice fuerza y al tercer intento el sonido del bronce golpeando las baldosas resonó como un trueno en el infierno. La foto del difunto me miraba con odio. Era la imagen misma de un juez reprobando mi conducta cómplice del delito.
El viejo se agachó y tomó con las dos manos la placa y en un esfuerzo importante la metió en la bolsa de lona y me indicó con un gesto displicente que lo ayudara a llevarla.
—Nos esperan por atrás, vamos.
No tenía escapatoria de ningún tipo así que tomé la bolsa yo solo—despreciando al hombre— y lo seguí hacía el portón trasero que, como suponía, habían dejado abierto en un arreglo con cuidadores inescrupulosos. La siesta había desolado el barrio y no había testigo alguno a la vista, lo que me dio un respiro. Una camioneta destartalada estaba esperando. Subimos la bolsa en la caja y el viejo se ubicó en el asiento del acompañante. Evité mirar al conductor. Desde la ventanilla me dijo con vos afectada, como imitando a un orador magnánimo frente a una tribuna:
—Como decía el poeta si te he visto no me acuerdo.
Saludó. El vehículo dobló en la próxima esquina y el sonido del motor se extinguió en el riguroso calor que le ponía una música de silencio al verde de los fresnos sobre el blanco murallón del cementerio.
***
Días pasados buscando información sobre David Hume en internet, di con una página del Cementerio Old Calton, en Edimburgo. Entre tantos monumentos célebres se encuentra la tumba circular del escritor y filósofo, fallecido en 1776. Recordé al instante al viejo ladrón que lo leía sentado en un banco mientras pergeñaba fechorías.
El cementerio Old Calton tiene una particularidad: una alta torre en un promontorio llamada La torre de vigilancia. El objetivo era utilizarla como punto de observación para evitar el robo de cadáveres y ornamentos.
David Hume se lo merece.
Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 16 de noviembre de 2024