De Florencio Nicolau
La marginalia
Especial para Eco Italiano
La mañana es espléndida. Da otra vuelta de página y se da cuenta que su vida ha sido un camino a través de la lectura. La loggia cobija el momento de placer al recordar su pasado y los sucesos que, sin pedir permiso, se han ido colando en cada hora, dibujando el argumento de su existencia. El gato se acerca relamiéndose desde la cocina donde ha obtenido un soborno de la criada. Se acerca a sus pies y maullando da un salto para encontrar el regocijo de dormir en las piernas de su dueño. ¿Los gatos tienen dueño? La vocación del libro lo ha acompañado en todos los momentos. La guerra y la paz, el amor y el odio han estado siempre presente, como fuerzas que modelan el aspecto del universo. El libro ha sido testigo de todas esas mudanzas.
La niñez, la cándida niñez, aparece ante sus ojos, sobre un escenario de flores y pájaros en una letanía vespertina cantada por el susurro de sirvientes, palafreneros y cocineras. Tiene ocho años.
Esa tarde que descubre la lectura los árboles de la quinta familiar se mecen en una primavera esplendorosa de pimpollos y flores. Alguien le da un libro para que ejercite sus primeras palabras aprendidas en latín o para que se regocije con historias ligeras en italiano. Es su primer libro, la lectura que deleita, la que uno busca como un camino elegido y no la impuesta por el maestro para impresionar a los padres.
Su imaginación le hace mudar de sensaciones y ese anochecer, antes de dormir, sueña con paisajes desconocidos que el libro ha puesto en su mente hasta el postrer día, porque la lectura crea imágenes que nos acompañan siempre. Jugando con las manzanas durante el almuerzo mira el reflejo de la luz en la piel de la fruta y piensa en las tradiciones de los romanos, en el accidentado periplo de Odiseo o en las sentencias de Marco Aurelio. La lectura es una puerta de entrada y ese niño la ha traspuesto para no salir nunca más.
Al niño le es presentada una dama anciana, tal vez una tía abuela o una de esas allegadas a una casa que nunca sabemos de dónde vienen y por eso las rodeamos de un aura de misterio.
Cubierta de dignidad y nobleza goza del respeto de toda la concurrencia que forma un semicírculo en torno a su silla mientras una mano gentil le alcanza una copa de vino. Ve al niño y se une a él de inmediato: las almas similares se atraen. Le pregunta si es cierto que le gusta leer y él asiente. La connivencia se ha declarado entre ambos. La anciana esboza una sonrisa de musa en los labios y en el rostro y comienza a recitar de memoria unos magníficos endecasílabos que cuentan la historia escandalosa de un mundo subterráneo. Los ojos del niño se llenan de brillo cuando uno de los comensales le dice al oído que esos versos son de un florentino llamado Dante. Uno de sus mayores comenta con indignación los aún frescos recuerdos familiares de cuando Farinata estragó Florencia. El sentimiento y resentimiento es insondable en la ciudad junto al Arno, un teatro en donde las sombras y las luces se dan encuentro en contiendas políticas sanguinarias. Algún día esto terminará.¿Terminará?
Percibiendo que sus palabras no han sido en vano, la dama continúa recitando en una curiosa lengua fragmentos cortos que, según le explica, tratan de un mundo en donde los animales adoptan actitudes humanas. Es la primera vez que el niño escucha el griego de Esopo. Luego vendrá Plutarco, que coteja las miserias y las glorias de hombres y mujeres que hoy son aire y ceniza.
Acaricia al felino y levanta los ojos hacia el viejo jardín donde lustros atrás se paseaban sus mayores. Las voces han quedado como un eco eterno que le recuerda lo efímero de la vida y lo vano de muchas cosas. Siente el calor del gato en su regazo que duerme sumido en un mundo onírico que nunca sabremos. ¿De qué nos sirve compenetrarnos en los textos de los antiguos sino podemos saber qué es lo que sueña un animal? Hay cosas que están vedadas a los hombres y son patrimonio del conocimiento divino.
Vuelve a entregarse a los recuerdos. Es de mañana.
Lo que quedó sin leer en las páginas por la penumbra de la tarde anterior le ha quitado el sueño. Temprano, con la voz de los criados que cuentan historias procaces entre risas y ajetrean platos y jarras en la cocina, busca el libro. Ya tiene obligaciones como todo niño de buena familia pero no puede evitar saber cómo continúa la historia de Julio César en la Galia. Hace dos años que es lector y ya conoce los escozores de la incertidumbre que produce la narración inconclusa.
La niñez en los tiempos que corren, al mismo paso de los de la vida adulta, incita a conocer las novedades a través de las páginas. El mundo cambia y cambian los límites de las naciones y sus gobernantes. Un monje alemán clava, en la puerta de una la iglesia contigua al Palacio de Wittenberg, noventa y cinco tesis en donde cuestiona el orden imperante en la iglesia. Sobrevendrán años aciagos y de contiendas acerbas vestidas con las armas de la amargura.
Han pasado los años, ya no es un niño y el amor llega a su casa desde otra tierra en forma de una prima. Primero los sonrojos traidores entre los árboles de la quinta, después hay una mano sobre la otra preludiando el beso. Luego llega la noche, que es todas las noches y ninguna, y siente que la mujer llena su alma de ángeles y de cosquillas. Escondidos en alguna habitación de la casa y custodiados por amigos fieles y criados sobornados, hablan de amor y cuando conjuran los nervios y se entregan al desenfreno del deseo perpetran el designio de los amantes. Luego mirándose a los ojos en el lecho revuelto recita en voz baja y cansina la disputa entre Julio César y Vercingetórix. La lectura da tema para cualquier momento. Pasarán los años y las caras mudarán. El recuerdo sin embargo quedará vivo en su mente como una mujer de tez morena y tersa proclive a los besos y a las fatuidades del amor adolescente. Pero la crueldad de Cronos, devorador de hijos, no se quedará dormida y un día verá en el patio de un convento a su prima llevando hábitos y leyendo un libro de oraciones con un gato a sus pies mientras el campanile da la hora tercia. Los ojos se encontrarán y descubrirá en ellos la historia de esa noche tramposa en que se conocieron. Es el año del cometa y pensará por muchos días en el destino. Esa noche hay demasiadas estrellas en el cielo.
Lee y el sonido del pincel sobre el lienzo se cuela agradablemente entre las letras. La tarde es un incierto punto del universo donde se encuentran solo él, su libro y el pintor. No sabemos que lee. Tal vez Plutarco o Las florecillas de San Francisco. Solo interesa la energía que trasunta su aspecto relajado y sonriente de joven feliz, pues la lectura a edad temprana es felicidad para siempre. El retrato es una forma de detener el tiempo. Su imagen quedará grabada por siempre en la mente de los innumerables seres que algún día pasearán delante de la tabla que lo representa leyendo. El latín ya no le es extraño y con esfuerzo ha aprendido a desentrañar el hipérbaton, leer preposiciones en anástrofe y familiarizarse con los grandes autores.
Ahora anciano, recuerda, entredormido, al amor de la luz del sol, el día que su abuelo le permitió entrar en la antigua biblioteca de la casona. Manuscritos medievales y mamotretos se acomodaban en los anaqueles esperando ser descubiertos por la avidez de un lector consumado o novel con sus páginas ricamente miniadas y artificiosas unciales.
La madurez llega al fin. Su esposa y sus hijos, la vida pública en un entorno siempre hostil. La política ha hecho del hombre un animal preparado para discutir sobre cualquier cosa. Lo importante es estar en contra aunque estemos de acuerdo con lo que se proponga; la única forma de sobrevivir en el mundo de la administración y el gobierno es destruirlo todo. La corrupción está a la orden del día en Florencia; por un monto determinado de monedas se puede eliminar a un oponente mediante una daga oculta entre la ropa de un viandante anónimo. Si la situación lo requiere, una batalla campal a plena luz del día está permitida. Güelfos y Gibelinos son los personajes sin vestuario ni maquillaje en esta obra dramática en la cual el papa, el emperador y los nobles sacan de los huesos la poca carne que dejó Carlomagno y en donde a menudo la parte más débil recibe el dogal o la hoguera.
La sensación insondable de la muerte ha tocado la puerta una mañana de verano. El sol cae a pleno a media mañana dándole un a particular sombra al almohadillado de la casona. Desde la noche un confesor ha velado la cama de la moribunda que dejó su experiencia terrena al salir el sol. Por primera y única vez ha perdido a una madre. No sabe aún todo lo que depara el destino cuando la mamma se va. Recuerdos que lo encuentran en todos los pasillos de la casa que se ha envuelto en un trajín de sirvientes y de hombres y mujeres de la iglesia que cumplen con los protocolos que exige la religión. Mujeres de negro que ayudan a amortajar a la difunta mientras unos hombres que no conoce encienden los pesados hachones. Los pasos se dejan oír en toda la casa marcando una cadencia que es a la vez un responso y la voz de un sacerdote que murmura Tuba mirum spargens sonum per sepulcra regionum coget omnes ante thronum. De pronto una imagen se acerca a la cama donde yace su madre, es una monja de su edad. Reconoce en ella a su amada prima a quien años atrás conoció en un encuentro secreto en esta misma casa. No ha cambiado mucho pero los hábitos prefiguran otra mujer. El sueño de la muerte y del amor se da la mano por un momento y sus sentimientos están desencontrados. Todavía no sabe que la pérdida de una madre suele conducir al renacimiento del amor; por años y años, cada vez que una mujer lacere su corazón el recuerdo de su progenitora se mezclará con el rostro de la bien amada. Es difícil escapar al designio de Dios, que a veces es oscuro.
Se acomoda en la silla y levanta la vista cansada del antiguo libro de la biblioteca familiar. Son casi ochenta años de transitar por la vida. ¿Esto ha sido todo? Piensa jugando con las páginas del libro mientras mira las hermosas flores del jardín. Baja la vista y ve al costado de la página una frase escrita hace siglos por el autor acompañando el pequeño dibujo de una calavera humana: Memento mori. Parece un abrir y un cerrar de ojos todo lo vivido. Se mira las manos y suelta el libro descuidadamente que se desliza y cae al suelo de la loggia con un golpe seco, apagado. Ve entre las palmas de la mano el rostro de una monja anciana, natural de Sevilla, que falleció el pasado año y a quien conocía. La piel morena, digno el andar. Su primer amor.
Una sirvienta se acerca y se queda un momento mirándolo con la cabeza caída sobre el pecho y el libro sobre las baldosas, el gato con los pelos erizados mirándolo fijamente. Se limpia las manos en el delantal y se apresura dentro de la casa llorando y gritando mientras el campanile da la hora tercia.
Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 7 de diciembre de 2024