De Florencio Nicolau
Una tarde con los mellizos Kařzsòs
Especial para Eco Italiano
Había oído hablar de pasada de los hermanos Kařzsòs un buen tiempo atrás pero nunca les había dado mucha importancia. Los tomaba como esos personajes que suele haber en las ciudades chicas que construyen una fama a través de leyendas urbanas que se van tejiendo por la información boca a boca. Siempre hay un compañero de trabajo que fue a verlos o una amiga que es parienta de una vecina de los personajes en cuestión y trae relatos de sus miserias y glorias. Pero personalmente nunca había interactuado con ellos. ¿Qué es lo que hay detrás de estos seres misteriosos poseedores de conocimientos distinguidos que llaman la atención de la ciudadanía? El ansia de escapar a lo convencional, el deseo de poder acceder a un grupo de elegidos que tienen un conocimiento iniciático y respuestas a nuestras preguntas más escabrosas. A veces pienso que las pitonisas y los magos de los tiempos antiguos eran simplemente personas que escapaban al común de la gente y que se ganaban el respeto de la tribu o de la comunidad inventándose una personalidad extravagante.
Una tarde de verano, a eso de las siete cuando el calor comienza a ceder un poco encontré a un compañero de la facultad que hacía años que no veía. Me contó rápidamente su vida y me dijo que a raíz de su pasión por las plantas se había interesado en los hermanos Kařzsòs.
—Estos tipos son mellizos, creo que de Moldavia o de algún lugar de esos. Saben muchas cosas, es interesante que los conozcas. Me dijeron que no son simpáticos pero es por el tema del idioma que nunca aprendieron bien. Tienen una quinta grande en las afueras. No son ni botánicos ni agrónomos, creo que no estudiaron nada, pero son grandes conocedores de las plantas y la gente los busca porque saben sobre medicina ancestral. Hay personas que se han curado de enfermedades graves. — Mi amigo me invitó a ir y se ofreció a llevarme a conocerlos.
—Podemos ir la semana que viene, el viernes.
El viernes a la tarde llegamos a la quinta. Un terreno muy grande y cubierto completamente de árboles, arbustos y plantas herbáceas brillando al sol con los más variados colores y tonos, un verdadero vergel, un paraíso a pocos minutos del centro de la ciudad. Los mellizos Laszlo y Constantino Kařzsòs estaban esperando en la entrada. Quiero dejar en claro que las palabras que usaré no alcanzan para poder transmitir la imagen que quedará grabada en mi retina para siempre. Piensen en esto: dos hombres robustos llegando a sus sesentena, con buen aspecto, bien comidos, serios, vestidos con pretenciosos trajes con chaleco y luciendo barbas a la manera de los profetas del Antiguo Testamento; uno de ellos la tenía entrecana, el otro conservaba aún el color oscuro. Esa imagen ya es suficiente para indicar la impresión que caló en mi alma y que se manifestó en una sonrisa idiota (sí, quedé idiotizado), pero eso no es todo. Ambos portaban magníficas galeras sacadas de vaya uno a saber que tienda o museo. Los mellizos no mostraron ningún tipo de sorpresa al vernos llegar. Parecía como si no se dieran cuenta que dos personas ajenas a la propiedad ingresaban en ella. Estaban parados uno junto al otro mirando las plantas que crecían a su alrededor e intercambiando palabras en un idioma completamente desconocido. Cuando estuvimos a unos pasos de distancia ensayaron un saludo poco expresivo. Mi amigo se acercó e inclinó la cabeza en señal de salutación y respeto. Me pidió que hiciera lo mismo.
—No dan la mano, son muy extraños en su relación con la gente.
Repetí el protocolo y me pregunté en qué consistiría la entrevista con dos hombres que no hablaban más que su desconocido idioma, cuando, de repente, percibí una forma que se acercaba desde la casa, una vieja construcción al fondo del extenso terreno. Se trataba de una mujer joven, rubia y de largo pelo enrulado, bien parecida; tendría unos cuarenta. Cuando llegó se unió al grupo y sonriendo con frescura y felicidad se presentó en perfecto castellano:
—Hola, bienvenidos, soy Elena.
Le dio la mano a mi amigo a quien ya conocía y luego a mí. Llevaba un sencillo vestido veraniego color violeta claro que contrastaba con la extraña ropa de los mellizos Kařzsòs, que a todo esto parecían no interesarse por nada más que por su extraño diálogo críptico. Elena les dijo algo con un tono perentorio, como si los tuviera domesticados. Con esto, los mellizos se alejaron un poco en dirección a la casona. Elena continuó hablando, fresca, entretenida.
—No son muy sociables, a mi me toca la parte de atender a la gente y alternar con los pacientes. Es un trabajo que me gusta. Son mellizos y se han criado siempre juntos, prácticamente nunca se han separado en sus sesenta años de vida; no han necesitado relacionarse mucho con la gente tampoco. Llegaron al país y compraron este terreno que hace unos treinta años era puro campo y han vivido aquí desde entonces.
Elena nos contó la historia tomándose su tiempo. Parecía no estar muy ocupada y realmente se la veía divertida hablando con nosotros. Los hermanos habían montado esta especie de quinta medicinal donde estudiaban las propiedades de las plantas y habían creado una farmacopea alternativa para la cura de diversas dolencias. No tenían títulos que los habilitaran a ejercer la medicina y por eso se habían asociado con Elena, médica, para poder atender a la gente bajo un marco de seriedad profesional. La mayoría de las personas venían por males curables en cualquier guardia o dispensario; otros, en cambio, tenían dolencias mayores que estaban tratando con médicos pero se acercaban igual buscando una ayuda, las mayoría de las veces solo querían contar sus cuitas a alguien. Los hermanos eran personajes queridos por las personas. Elena era algo así como la pitonisa, la intérprete del saber inconmensurable que habían traído de tierras lejanas los mellizos.
—Laszlo es el más accesible de los dos—contó Elena—pero la limitación de la lengua no le permite interaccionar, por eso es que juego un papel indispensable en el emprendimiento. Trato de hablar con la gente, de contarles acerca de la sapiencia de los hermanos y les doy un poco de tranquilidad; paseamos entre las hierbas del jardín y les cuento algunas cosas de plantas que fui aprendiendo en los últimos años. La mayoría queda encantada con el lugar y con la narración que comparto con ellos.
Mi amigo me acicateó para que preguntara más. No me hice esperar.
—¿Sabés algo de la historia anterior de los hermanos?
Me miró pensativa, como dudando si decirlo todo o guardarse alguna parte esencial. Parecía que no quería contarlo todo.
—Vinieron hace algo más de treinta años de un país de Europa del este, de uno de esos que surgieron después de las guerras de los años noventa. Tienen una fortuna y títulos nobiliarios que intentaron que les reconozcan después de las contiendas, sin éxito. Reciben dinero de algunas tierras que lograron recuperar.
La mujer caminaba por entre las plantas con aspecto dubitativo, reflexionando sobre algún recuerdo que estaba por aflorar y que quería reprimir. Me di cuenta por la forma en que tomaba una hoja y la olía y del brillo en los ojos cuando echaba una mirada hacia la lejanía.
—¿Y en donde aprendieron de hierbas medicinales?
Elena agachó la cabeza y se pasó la punta de la lengua por los labios disimulando una sonrisa que traicionaban los pómulos y los ojos. Percibí el quiebre en su interior. Algo en mí le había caído bien y afloró su más noble sinceridad.
—Mirá te soy sincera, no aprendieron en ninguna parte: no distinguen una rosa de un pepino. Además, no les interesa.
Quedé sorprendido por la honestidad intelectual de la mujer que, con un golpe de cabeza, nos invitó a entrar en la morada.
—Tuvieron un efímera gloria allí en su país—confesó Elena algo distendida— Laszlo era arquero y Constantino defensor y sabía algo de dirección técnica. La guerra truncó sus deseos de convertirse en estrellas del fútbol. Emigraron y con dinero que habían amasado con el deporte intentaron montar una escuela de fútbol en este terreno; pero todo fue un fracaso. Se dedicaron a la bebida y el campo se volvió un terreno abandonado. Mi padre, médico y aficionado a las terapias alternativas los conoció buscando hierbas por aquí cuando yo era chica, y así empezó todo. Papá inventó la historia de los sabios extranjeros y se dedicó a vender algunos productos inocuos para sobrevivir. Cuando acordó, esto era un mundo de gente. Además había que hacer algo con este campo. Lo limpiamos un poco y dejamos que crezcan algunas hierbas con propiedades conocidas. La fama de los hermanos pasó de boca en boca y, cuando falleció papá, empezamos con el emprendimiento. Yo era apenas una adolescente.
En realidad no damos nada, simplemente me dedico a hablarles a la gente, a tranquilizarlos y decirles que sigan con sus tratamientos con el médico. Les vendo unos tés a muy buen precio y le cobramos una entrada. No hacemos daño a nadie, es simplemente un día de campo—aclaró con una sonrisa de hada.
Se tomó un respiro y entramos finalmente en la casa. Vimos a los hermanos sentados delante de una pantalla mirando un video de youtube cuyo título estaba en caracteres cirílicos. El sonido de la multitud y el silbato fueron más que suficiente para darme cuenta de qué se trataba. En la pantalla se veía a un arquero nervioso que esperaba que el jugador del equipo contrario pateara el penal.
—Los hermanos actualmente se dedican a buscar jóvenes talentos que envían a su país a las divisiones inferiores.
Laszlo y Constantino intercambiaron algunas opiniones mientras miraban al arquero festejar con la pelota entre las manos. Luego anotaron algo en una libretita. Era muy gracioso verlos de galera mirando fútbol, parecían dos magos trabajando en un sortilegio desconocido para atraer buenos jugadores. De pronto uno de ellos, Laszlo, el de la barba cana, se dio vuelta y por primera vez me prestó verdadera atención:
—¿Ya te curraste, te curraste? Huenas plantas, huenas plantas.
Elena sonrió. No pude evitar preguntarle.
—¿Son solteros?
—Soy la mujer
—¿De quién?
—De ambos.
Constantino se levantó de un salto, se sacó la galera y gritó: ¡goooool!
Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 22 de diciembre de 2024