Florencio Cruz Nicolau Eymann

Los restos (una fábula)
Especial para Eco Italiano
Sobre el alba me acerco a la puerta de Nekrobibliópolis. Me han dicho que tenga cuidado porque merodean personas extrañas que tienen intereses turbios y malvados. Los restos son atractivos para muchos de ellos. La necesidad de seguir consumiendo es más fuerte que la voluntad y solo unos pocos han logrado escapara a este designio. Escuché hablar por primera vez de Los restos a mi padre putativo en un almuerzo familiar, uno de los pocos que tuve en mi vida. Antaño eran objetos de culto y eran comunes encontrar en muchos lugares de las ciudades pero con el paso del tiempo dejaron de ser algo fundamental. La gente no tenía tiempo para dedicarles ni siquiera algunos minutos por día y fueron abandonados. Al principio quedaron dentro de las casas en lugares apartados pero luego la gente se dio cuenta que no se podía convivir con Los restos. Es por eso que los últimos gobiernos trataron de hacer planes para llevárselos a lugares comunes de destrucción masiva a los fines de limpiar un poco este planeta tan vapuleado y degradado.
El intento de eliminarlos físicamente fue un fracaso. Existían muchos personajes célebres y reputados que consideraban que eran objetos de valor y era una verdadera locura eliminarlos. Además muchos de Los restos contenían información que podría ser necesaria para algunas personas que aun sabían decodificarlos. Para poder entender el mensaje de Los restos había que tener una práctica previa, un entrenamiento que no era del todo fácil. Dicen que en sus orígenes eran muy pocos los que podían hacerlo pero con el paso del tiempo se fue popularizando la técnica de decodificación hasta que se llegó a un momento que casi toda la población podía a hacerlo. A raíz de eso se empezó a ver como un problema social la existencia de quienes no podían acceder a la información de Los restos. Pero el círculo se completó y se volvió a la situación inicial: quedaron pocos decodificadores y demasiados restos.
Así fue que fundaron Necrobibliópolis, la ciudad de los libros muertos, en las afueras de Trodant, la de los dorados caniles. No se puede entrar sin permiso, una vez que se ingresa queda registrado y uno se transforma en un lector o como se dice en los bares de Trodant un consumidor.
Los consumidores ingresan temprano por la mañana para aprovechar el máximo de horas de luz. Recorren las calles golpeadas por el sol tratando de encontrar algún libro que desean abordar con fruición. No hay orden, pero en los últimos años muchos consumidores se han organizado para guardar los libros en el interior de los edificios destruidos a los fines de protegerlos de la lluvia y de la luz ultravioleta y de los restos de radioactividad que aun hay en el aire de Trodant. Los consumidores son apasionados de los libros pero son muy diferentes entre sí. Hay quienes solo quieren decodificarlos, pero hay otros que buscan organizarlos. Saben que hay libros que pertenecen a un mismo creador y se los puede guardar así. Otros han acordado ordenarlos por las empresas que se encargaban de crearlos y difundirlos. Un organizador, como se los apoda, me contó una vez que se llamaban editoriales y que había algunas que eran muy famosas en todo el mundo, no solo en la ciudad de Trodant.
Necrobibliópolis es un espacio extendido y son miles, millones los libros que se pueden encontrar, ordenados o dispersos, en las calles de la ciudad. Hay algunos que son solo fragmentos de papel destruido, que vuelan solitarios al sol de la tarde. Pero dentro de los edificios se encuentran verdaderos tesoros. Los consumidores se reúnen en los grandes salones para poder leer y compartir lo que leen.
Los organizadores y los consumidores son mal vistos en Trodant. Se los tiene por personajes falsarios y depositarios de saberes malsanos que pueden usar para cosas malas e inútiles. Pero no les hacen nada: les tienen miedo. Muchos son los que saben, por tradición, que quienes llevaron al mundo a la ruina eran consumidores, pues para hacer el mal o el bien, para hacer algo, es necesario leer.
Lo olvidaba: decodificar un resto se dice leer. Para leer es necesario estudiar estar entrenado. Ya son muy pocos los que pueden hacerlo. Hoy en día la información llega por otros medios. Además, está depurada, filtrada de interpretaciones erróneas que pueden hacer mal al individuo y a la sociedad de las personas. Para llegar a este estado de equilibrio actual hubo que luchar mucho. Callar a los que opinaban contrario, acumular los medios de subsistencia en manos de unos pocos, golpear a los ancianos una vez que terminaran su vida útil, inclusive matarlos. Construir esta nueva sociedad sobre las bases de la decadencia costó sangre y vidas. Los restos eran vectores de confusión, por eso se sacaron del sistema.
***
Camino por las calles mirando los altos edificios abandonados. Torres ciclópeas vacías, resabios de una época del esplendor de Trodant La de los caniles dorados. En el medio de una plazoleta te veo pequeña, con el cabello al aire. Me saludás con una mano, alegre. De cerca te ves cansada, has leído mucho tiempo. Estás exultante.
—Ayer encontré esto— me decís, — cinco años escarbando—
El libro está semidestruido pero se alcanza a ver claramente en la tapa Emily Dickinson.
—Escuchá esto— no me has saludado— “Para fugarnos de la tierra un libro es el mejor bajel”. Te quedás ensimismada un momento, acariciando el libro con tus dedos finos. Luego me mirás con los ojos rasgados. Buscamos una mesa y dos sillas en buen estado y nos sentamos al aire libre, rodeado de los gigantes edificios de la megalópolis de Trodant que se ciernen en forma ominosa. Las nubes se mueven cansinamente por el cielo azul, y un halcón vuela buscando una rata entre toneladas de papel.
—¿Has pensado en la cantidad de gente que leyó esto? ¿Cuántos años hace que estos restos están aquí? Cantidades ingentes de textos que alguna vez fueron pasando de mano en mano a través de los ciudadanos del mundo que deseaban conocer cosas, de extasiarse aprendiendo sobre lugares remotos y países extraños. Hoy podés viajar en un instante si tenés el dinero. Nadie lo tiene. Los libros permitían a la gente ser alguien con relativamente poco gasto. Las bibliotecas públicas albergaban centenares, miles y se dice que algunas poseían millones de estas hojas de papel cosido que la gente buscaba con fruición. ¿Por qué cambió todo?
Los ojos te brillan y seguís.
—Sabés una cosa, hace miles de años mi pueblo fue visitado por gentes que profesaban ideas distintas. Estaban empecinados en hacernos creer en dioses diferentes a los nuestros. El mundo había escuchado hablar de nosotros y había tejido leyendas a lo largo del tiempo, Por primera vez nos veían cara a cara. Una religiosa de esa época que se llamaba Teresa de Ávila dijo lee y conducirás, no leas y serás conducido. Los visitantes nos trajeron sus libros, nosotros le dejamos los nuestros. Muchos de ellos comenzaron a dudar de sus creencias o bien a pensar que las dos podían ser compatibles. Esa es la magia del libro.
Continuás leyendo tu pequeño poemario de Emily Dickinson. Te ves tan extraña haciendo eso. Conocemos a la gente peleando, comiendo, bebiendo, la cara cuando hacen el amor o cuando sufren un dolor, las expresiones de la desesperación o de la alegría. Pero cada vez es más raro ver una persona leyendo. Ese gesto introspectivo, ese movimiento de la boca o de las cejas tratando de entender un pasaje interesante. Son gestos propios del humano que no tienen los animales. Nos diferenciamos por esto, por sumergirnos en un espacio tiempo diferente al que estamos viviendo en el momento actual. La lectura es otra cosa, es indefinible. Es acceder a otro plano. Recitás en voz alta sin despegar los ojos del papel:
Para fugarnos de la tierra
un libro es el mejor bajel;
y se viaja mejor en el poema
que en el más brioso y rápido corcel
Recogés tus pocas pertenencias y nos vamos. Las nubes densas cubren el cielo azul de Trodant. En un momento parás y te quedás mirándolas. Recitás con voz diáfana y argentina:
I have written the tale of our life
For a sheltered people’s mirth
In jesting guise – but ye are wise,
And ye know what the jest is worth
—Lo escribió hace tres mil años un imperialista, un hombre que creía en la superioridad de los suyos. Sin embargo nos dejó historias del pueblo conquistado que conoció: leyendas de panteras, tigres, monos y de un niño que vive con lobos y se siente uno de ellos.
De repente recordás algo y el rostro se te llena de alegría.
—Mirá esto.— Buscás en tu bolso y sacás un grupo de libros, en perfecto estado. —Lo encontré ayer debajo de un mueble. Están intactos.
Me los mostrás: En busca del tiempo perdido.
—Nunca tuve la posibilidad de leer un libro completo. Este será el primero. Leés: Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto, que ni tiempo tenía para decirme: «Ya me duermo». Y media hora después despertábame la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño; quería dejar el libro, que se me figuraba tener aún entre las manos, y apagar de un soplo la luz; durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy particular el tono que tomaban esas reflexiones, porque me parecía que yo pasaba a convertirme en el tema de la obra, en una iglesia, en un cuarteto, en la rivalidad de Francisco I y Carlos V.
Cerrás el libro.
—Trata, al parecer de un hombre que lee. ¿Te has puesto pensar que algún día alguien puede leer nuestras vidas?
—De ser así, mostrémosles una buena historia.
Nos alejamos de Necrobibliópolis sabiendo que mañana volveremos a leer juntos.
Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 16 de marzo de 2025