Florencio Cruz Nicolau Eymann

Especial para Eco Italiano
No tengo edad ni destino. No tengo nombre. No tengo nada.
El calor durante el día es agobiante, solo por la noche hay un respiro, un momento en que sopla un suave brisa que da una sensación de felicidad incomparable. La transpiración es permanente, imposible estar seco durante el día. Los expertos dicen que es la ola de calor más prolongada de los últimos años con temperaturas extremas. Pero de nada sirve estar informado de los detalles científicos del fenómeno cuando uno quiere estar bien. La ciencia es un hermoso complemento para leer y disfrutar sentado en un sofá en un living con aire acondicionado.
El calor es un continuo que viene de una noche gomosa y de una densidad húmeda que el ventilador no alcanza a disipar. El calor sale desde dentro, como si nosotros fuéramos una estufa viviente que contribuimos a formar esa masa informe e invisible. Caminar es una proeza; dos o tres pasos y enseguida se está transpirando, una humedad que se cuela entre la ropa interior y vuelve la piel sensible, enrojecida. Un asco.
Miro la heladera. Un conjunto de restos de comidas de días anteriores. No da ganas de salir al supermercado a comprar. Tendré que arreglarme con lo que encuentre. Tampoco está el día para ponerse a cocinar cosas calientes y elaboradas. Habrá que subsistir con lo que haya: pedazos de salame, queso. Algo de yogur. No tengo ganas de comer, tomo la botella de vino y bebo directamente del pico. La bebida penetra mi cuerpo y se manifiesta como una sensación de bienestar. Mi familia no dejó ningún aire acondicionado, se fueron con todo.
Apuro otro trago de vino y tomo una ducha para refrescarme. La bañera, vieja como la casa, tiene manchas herrumbrosas pero está limpia. La ducha está rota y sale un chorro grueso que es muy relajante cuando golpea mi espalda como un masajista. Siempre he pensado grandes cosas y he tenido buenas ideas en el baño, pero nunca puedo concretarlas. El agua estimula la cabeza, sobre todo ahora que con los años he ido perdiendo la memoria y la agilidad mental que tenia de joven y no bebía. Pero ahora lo que importa es vencer al calor.
Me desnudo y entro en la bañadera. Tanteo con los pies la alfombra de plástico y no la encuentro. Creo que la saqué para limpiarla con lavandina, para sacarle esa eflorescencia negra que coloniza las ventositas. Como siempre, pongo el tapón para limpiarme los pies, aprovechando la lluvia, si se puede llamar así al chorro. Giro los grifos antiguos, esas palancas de bronce eterno que había antes de la era del plástico. Es una casa vieja, noble.
El chorro de agua comienza a golpear mi cabeza y escucho dentro de mí un sonido hueco, como si mi cráneo fuera un tambor que repercute en los huesos del oído y es difícil de definir como agradable o desagradable. Las grandes gotas golpean el fondo de la bañera que comienza a llenarse lentamente. Mis pies sienten la caricia del agua que va subiendo gradualmente como una inundación localizada en mi baño. Miro las baldosas grandes, blancas y negras en un ajedrez que me ha acompañado durante los últimos años de soledad. El placer del agua en el cuerpo desnudo me evoca imágenes del pasado, bañándome en un lejano verano de casas bajas y de siestas interminables, con gritos de botelleros y de heladeros que recorrían la infernal ciudad con sus bicicletas, transportando los palitos de helados en un vaporoso hielo seco que mirábamos asombrados cuando abría la caja, como una entrada a un reino antártico. El jabón escapa de mis manos. Miro alrededor para ver donde cayó y lo veo fuera de la bañera, blanco sobre una baldosa negra.
—Jorgito, salí de la bañadera que vas a llegar tarde a la escuela. La voz de mi mamá que grita desde el dormitorio. Mamá murió hace cuarenta años pero sigue gritando fuerte. Voz de maestra.
Un juego de luces y sombras envuelve una llanura de pastizales altos, son una belleza con sus espigas ondeando al viento, con el brillo de sus hojas que parecen oro y plata en un mar. La llanura no me permite estimar distancias pero cuando elevo la cabeza veo un poco más allá. Todo pastos, una gloriosa pradera. Me apoyo en el borde de la vieja bañera que está ahora en medio del pastizal. Muevo la cabeza entumecida y trato de pensar. Pensar. ¿Pienso?
Giro la cabeza con movimientos entrecortados, secos. No hay nada en la lejanía, tal vez un cambio, un movimiento me indíquela presencia de vida. Todo parece tranquilo. Apoyo las manos (¿Manos?) en el borde de la bañera y me impulso hacia afuera, el agua chapotea con un sonido característico.
El paisaje es de una paz innecesaria. Las gramíneas meciéndose a la suave brisa y un calor soportable se asienta sobre mi espalda (¿espalda?). El sol es una esfera blanca, que da una imagen atemporal, de una quietud fantasmal, casi religiosa. Comienzo una aventura deslizándome. Siento el golpeteo de las hojas que son como seres que me acicatean a una escapatoria insegura, hacia un fin innecesario.
No tengo mujer ni hijos, me dejaron solo.
Pájaros cantando, insectos merodeando encima de las flores. ¿Cómo se todo esto? Me alejo de la bañadera que queda sola en medio del pastizal, como el altar a una deidad de tiempos idos. Camino un poco más. Ya no busco el jabón, busco otra cosa que no sé qué es pero que me llama en el silencio ominoso de la mañana.
Está ahí, protegiendo los huevos. Es una hembra hermosa con escamas destellante. Una imagen solitaria en medio de un grupo de arbustos achaparrados. Los pastos se mueven como banderitas brillantes a su alrededor sosteniendo en las puntas una minúscula gota de rocío. Es grande, una adulta voluminosa y agresiva. Me acerco por imprudencia y por un llamado que no logro comprender.
Me precipito hacia ella en una vorágine de agresión y de atracción. La mirada es penetrante y furibunda. Me recibe con una agresividad sin concesiones, protegiendo la descendencia. Los tres huevos son atractivos y me invitan a comerlos, masticarlos, destruirlos. No sé de donde surge ese sentimiento de daño hacia ella. Me ataca. Primero un golpe con sus miembros escamados, luego un salto directo a mi cuello con su boca pletórica de dientes irregulares. La violencia del encuentro es indescriptible.
—¡Basura!— grita—, ¡vago mal entretenido, incapaz de trabajar y de cuidar a tus tres hijos. Mantenido por tu madre. Eso sos, un lagarto sos!
La recriminación me golpea en el pecho y reacciono con furia ciega, con todas las fuerzas de mi cuerpo. Salto y siento algo duro como una roca que traba una de mis patas traseras; caigo delante del nido, debilitado. El contraataque es feroz: un mordiscón en la parte trasera de mi cabeza que se torna un remolino de imágenes. Y luego el calor que fluye en forma líquida y tiñe de rojo partes de mi cuerpo.
Recupero el sentido de realidad y ya no hay más pájaros ni pastizales altos. Muevo hacia un costado mi cabeza y veo un piso de baldosas ajedrezado y un jabón de coco, blanco sobre una baldosa negra, teñido con sangre.
Soy reptil, digo, soy reptil.
Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina 28 de marzo de 2025