Tenoncia

Florencio Nicolau Eymann

Especial para Eco Italiano

Arribo a la caída de la tarde a la estación de trenes. No hay nadie esperándome. Saco al gato de la caja de plástico y le paso la correa por el collar. Veamos a donde vamos y que es lo que nos depara la jornada de mañana. Ahora quiero descansar.

Salí por la mañana bien temprano por territorio incierto, un camino que nunca había hecho anteriormente. Los lugares conocidos dejaron lugar a imágenes de granjas y campos sembrados para luego convertirse en un paisaje por momentos verde y alegre y por otros un páramo seco y frio. No sé adónde he llegado.

Me dijeron hace unos días atrás que tenía que hacerme cargo de la sucursal de Tenoncia. Ninguno de mis colegas tiene idea donde queda. Por lo que veo es una ciudad pequeña pero con mucho movimiento, lo que justifica la apertura de una sucursal del negocio. Llevo todos los documentos y archivos necesarios en mi valija. Me indican que hay hoteles baratos cerca de la estación de trenes.

Me dirijo hacia una serie de negocios de una planta, iluminados en donde venden objetos extraños. Espadas, túnicas, vasijas adornadas con flores; son las tiendas de recuerdos que ofrece Tenoncia a los visitantes temporales. Mi estadía será de varios meses y si todo marcha bien tal vez haga carrera en esta ciudad. Me pone la piel de gallina pensar que se puede llegar a transformar en el lugar en donde pase el resto de mi vida. Ahora estoy sola, con mi gato Lipo que parece más extrañado que yo pero, sin embargo, está visiblemente entretenido. Parece que el aire de Tenoncia le hace bien a las mascotas.

El hotel es una casona vieja muy bien cuidada, con pisos de maderas nobles y cuadros extraños en las paredes. Muestran paisajes marinos o de campo con animales rarísimos, bellos. ¿Qué llevó a colgar semejante creación artística en un hotel familiar?. Los animales mezclan características de peces, insectos y mamíferos, verdaderas quimeras irreconocibles en la zoología que aceptamos como real. El conserje es muy amable y me dice que me va a dar a un buen precio una de las mejores habitaciones del hotel. Le pregunto por los cuadros y me dice que son de un artista imaginativo, hijo dilecto de la ciudad. Me lleva a un cuarto por un ascensor con puerta de reja, muy antiguo pero impecable. La habitación es acogedora y de feliz aspecto con un empapelado floreado antiguo pero intacto, de esos que se dejan ver aun en las casa de las abuelas o cuando una demolición descubre a los transeúntes las intimidades de una vida de esplendor pasado. Lipo se siente cómodo y salta a la cama. El conserje no hace ningún problema con el animal siempre y cuando le coloque la bandeja con las piedritas.

Bajo a tomar una merienda cena. Está oscuro y se ha puesto frío, pero el lugar es agradable. Es una ciudad invernal que invita a comer bien y luego irse a la cama. El conserje está hablando por teléfono y no se da cuenta que entré en el comedor:

—Sí, ya llegó, es muy amable..sí, sí…trajo el gato.

Habla de mí. Es evidente. Sin embargo no puedo quejarme ni molestarme. Tal vez informa a una empleada. Cuando me ve me sonríe. Si lo tomé por sorpresa parece no importarle. Se acerca sin dejar de sonreír y me pregunta si necesito algo. Le agradezco. Miro el piano vertical en perfecto estado junto a una puerta en el salón.

—Hermoso instrumento, siempre quise tocar pero nunca me enviaron a un profesor—le digo para romper el hielo—me gusta oír un piano, no una grabación, sino un instrumento real, en un salón.

—¿Qué música le gusta?, me pregunta el conserje ahora serio.

Lo miro extrañada, parece que su pregunta es crucial, una de las más importantes que le han formulado en su vida.

—Me gusta Chopin, los valses.

Me mira impertérrito, frío.

—¿Cuál?

—El que está en la menor.

Asiente y se dirige al piano. Abre la tapa con delicadeza y toca. Interpreta con una gracia y perfección poco común. Es un pianista eximio, un dotado que saca del instrumento (que suena como nuevo) los sentimientos más profundos. No puede ser que este hombre toque el piano y sepa mi vals preferido. Es una casualidad que solo una vez entre miles de oportunidades se puede dar. Me siento rara, cómoda, feliz pero muy rara. Aplaudo.

El traqueteo del tren pinta un escenario. La pieza soleada, los árboles que se dejan ver por los ventanales de la calle, el sonido del piano de la tía abuela Leoncia tocando a la tarde. El olor a cera de los pisos lustrados y el fino polvo que se ve flotando en el haz de luz solar por la mañana. El recuerdo de una paloma muerta en la vereda y mi tía que la junta y colocándola parsimoniosamente en una caja de caramelos que luego enterramos en el patio y las flores de espumilla rosada con que adornamos la improvisada tumba. El olor de la comida que viene de la cocina de grandes azulejos blancos y la grifería antigua de bronce. Aparece en mi cabeza todo el mundo que alguna vez vi de niña entre los cantos rodados del jardín y los insectos volando entre las plantas, esas efímeras cositas que se contentan con una gota de agua sobre un pétalo. Marcos, el enano, pasa por la puerta de casa y me mira. Ya no le tengo miedo porque sé que es una buena persona con una mujer que es enana, Manuela, y un trabajo digno de vendedor de diarios y revistas. Me sonríe porque sabe que ya no le temo y grita con la misma vos que pregona el diario ¡Tenoncia! ¡Tenooooooooncia! El sonido del tren me mece y veo mi rostro reflejado en el vidrio.

La noche se ahoga en el sonido de la llovizna que comienza a golpear las ventanas, estoy en la cama con una estufa que caldea la habitación. Lipo duerme a mis pies y manifiesta de vez en cuando un movimiento nervioso en las patas y los bigotes. Los sueños como le decimos los humanos. El cansancio del viaje comienza hacerse valer y siento dormirme lentamente, llegando al instante en que la conciencia y el mundo onírico coexisten en ese paisaje gris que no podemos definir. Mañana tengo que hacerme cargo de la gerencia de la sucursal y debo estar con la mente lúcida. Han pasado años desde que empecé a trabajar en esto. Ahora es un desafío tener que viajar a un lugar desconocido y encarrilar este negocio. La gente de aquí es amable y afecta al trabajo serio. Lo veo en el misterioso y talentoso conserje. Espero que las personas con quienes tenga que trabajar sean así también.

Manuela la enana llora en los brazos de la tía Leoncia que la consuela en voz baja. Mis padres han vuelto repentinamente a la casa de la tía a buscarme. Pasó algo mientras jugaba en la calle pero no entendí bien que era. Marcos aparece en la vereda de enfrente solo y cruza la calle directo hacia mí que estoy con lápices de colores en el zaguán. Sé que me dice algo y que sin avisarme me besa y me toca. Dejo todos los lápices tirados en la calle y entro como un rayo a la casa. Después pierdo el recuerdo. Sé que se acercan unos vecinos y que Marcos tiene un golpe en la cara que le sangra. Manuela llora y mi tía la abraza.

Es una noche atractiva. Una de esas en que se develan misterios y los mayores se acercan a la cocina para contarnos una historia familiar oculta, como cuando nos dicen que el abuelo tenía otra mujer antes de casarse con la abuela o que el tío estuvo preso hace años. No puedo definir la sensación pero el ambiente del hotel, si bien agradable, presagia revelaciones. La vida ha sido bondadosa conmigo, no soy una persona trascendente pero he disfrutado de muchas cosas, soy joven aún. Tal vez podría casarme. No sé, es solo un pensamiento. El conserje me mira, parece un hombre con un pasado oculto. Lipo se pasea por la alfombra del hotel, lo noto tranquilo, como si habría llegado a un lugar conocido.

Las personas están sentadas frente a una mesa larga con papeles y me miran serios con franco desprecio. Son dos hombres y una mujer. Los tres son mayores y resentidos. No han podido ser lo que querían y se dedican a destruir a quienes estamos en el camino para conseguirlo. Me siento delante del piano; la gente del público está oculta en la oscuridad, tosiendo como siempre. No falta el que abre el caramelo haciendo el característico sonido del celofán que se amplifica en la sala del teatro. Toco, nunca lo he hecho tan bien. No me aprueban. La última imagen que recuerdo es el moleteado de las cachas de la pistola de papá.

A la mañana me levanto, bajo. Desayuno y salgo hacia la puerta a presentarme a la sucursal. El conserje me saluda. Cuando estoy atravesando la puerta hacia el día frío escucho su voz.

—Quedate, no salgás. Nunca vas a estar mejor que acá.

—Debo que hacerme cargo de la sucursal, tengo que trabajar.

—No hay sucursal. Este lugar no existe. ¿Cómo lo llamás?

—Tenoncia

—Ese es el nombre que vos le das. Es la palabra que decías cuando de nena no te salía todavía tía Leoncia.

Recuerdo una tarde en que volvía desde el jardín de la casa llorando porque me había picado una hormiga, una nadería de niña. Entro descalza por el pasillo hasta la gran habitación con piso de madera llorando y gritando: ¡Tenoncia, Tenoncia!

—¿De qué trata esto?

—De nada. Cosas que pasan. Un borracho se quedó dormido en las vías del tren. Estabas dormida, no sufriste.

Asiento con dignidad. Pienso en tía Leoncia. El conserje continúa.

—Marcos está aquí hace tiempo. No quiso hacerte nada, solo saludarte porque te quería. No podían tener hijos y amaba de corazón a los niños. No tenía ninguna culpa; lo mataron en la cárcel. Te perdona. Pinta cuadros de animales extraños—señala las paredes— es muy bueno. Estás aquí por él.

—Fue hace cincuenta años, ¿Qué debo hacer?

—Vas a quedarte con nosotros. Dejá que florezca tu alma y que te dé una respuesta.

—¿Y después?

—No sé.

—¿Qué te pasó?

—Perdí el concurso de piano y a la noche me suicidé. Una tontería de juventud.

—Es el purgatorio ¿verdad?

—No, es…Tenoncia.

Un hombre de talla baja se asoma desde la cocina.

Florencio Cruz Nicolau
Paraná, Argentina, 13 de abril de 2025

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