Res nullius

Florencio Nicolau Eymann

Especial para Eco Italiano

¿Qué es lo que has hecho para envejecer tanto, repentinamente? Era hermosa de joven, la chica más linda del pueblo. Sí, me acuerdo. Pero ha pasado tanto tiempo en un solo instante. Parece.

No es una delicia estar aquí. Los pasillos están solos y no se escucha ningún sonido más allá de las indicaciones de algunos instrumentos. El sol anaranjado hace un juego de luces en los comandos de la nave. Estoy sola. Definitivamente.

En horas no estaré más ni aquí ni en ningún lado.

Me acuerdo de niña, cuando me despertaba y tenía que ir a la escuela. Era una decepción romper el descanso para enterarme de que tenía en lo inmediato una obligación. Una estafa al espíritu.

Ahora es peor.

Desperté para morir.

No estoy deprimida ni asustada. No tengo conciencia de qué pasó. Estoy vieja y decadente. Algo no anduvo bien.

Mis cinco compañeros están muertos en las cápsulas de criogenización. Parecen nobles medievales en sus catafalcos. Cada paso es un movimiento para pensar y razonar. Ya estoy muerta, siempre lo estuve.

La mañana despierta y veo un pequeño sendero de nieve formándose sobre la madera de la puerta de la empalizada, tallada con adornos siguiendo una antigua tradición rusa. A lo lejos, en el lago, los abedules ya muestran los primeros brotes de la primavera. Ya no volverá a nevar: la nieve es apenas una escarcha de despedida. Soy muy pequeña. El abuelo Boris está vivo y se asoma por la ventana del cobertizo donde guardan la vaca. El sol baña toda la escena de esperanza. Soy feliz, alegre, con toda la vida por delante.

Un sonido mínimo, casi imperceptible, como algo rozando el metal, me sobresalta. No sé qué puede ser. Los cinco cadáveres duermen su eternidad; lo único vivo aquí soy yo. Maldición, no puedo morir así. El sonido se afianza en mis oídos: es real. Es un maullido, el grito desgarrador de un animal con hambre. Es Dimka, lo sé.

La tía Olushka lo encuentra en el camino vecinal, frente a la casa, y lo acomoda en una pequeña canasta de mimbre.

—Tomá, tenelo —me dice.

—¿No se va a enojar el dueño? —pregunto.

—No, no. Está tirado a la buena de Dios, pobrecito. Le hacemos un favor. Mirá cómo te quiere, cómo te lame la mano. No es de nadie, Verusha, no es de nadie. Ahora es tuyo. Se llama Dimka. Pero cuidalo, ¿eh? No vayas a maltratarlo.

¿Cómo podría maltratar una criatura tan hermosa? Lo acaricio y sé que el gatito es mío para siempre. No puede haber felicidad más grande que saber que me acompañará al lago en la primavera, a ver saltar los peces y jugar juntos. Es la dicha más pura tener a este animalito de rostro angelical, como los querubines de los iconos de la iglesia de Suzdal, donde vive la tía Olushka.

—Dimka, vení, corazón mío, mi gatito.

¿Qué hacés aquí, entre los cables de esta maldita nave interplanetaria, un ataúd flotando con cinco cadáveres y una candidata, orbitando alrededor de un sol naranja al que vinimos para nada? Estoy envejecida. Nunca fui madura. La vida me traicionó: pasé de joven a vieja en un solo despertar. Dimka, tú me has devuelto la vida. Gracias por esconderte aquí, por venir a despedirme, Dimka.

Es la media mañana cuando lo veo muerto en el bosque cercano a la casa. Algún animal salvaje lo atacó: tiene una herida profunda y la nieve está manchada de sangre. La escena es ominosa, onírica: la representación misma de la lucha por la supervivencia. No puedo creer lo que veo. Mi gatito ha muerto. Nunca imaginé que podría irse para siempre. La tía me dice que son cosas que pasan, que ya vendrán otros gatos y también otras desgracias.

—La vida es así —dice—, y aquí, hija mía, en Rusia, puede pasar cualquier cosa. Más vale que te acostumbrés.

La tía no miente. Vendrán otros gatos que dejarán su huella en el alma de Vera —Polina, Baba, Mila—. No reemplazarán a Dimka en su corazón pero tejerán nuevas historias en su vida. Y como todo lo que realmente importa, se irán en su momento, cumpliendo su deber de ser efímeros.

La estrella naranja se deja ver permanentemente a través de la escotilla de la nave, una presencia ubicua capaz de enloquecer al más entero de los seres humanos. Vera se sienta en el pasillo, esperando la nada. Toda la nave tiene el aspecto de un panteón de cementerio, un espacio atemporal, una mañana eterna en un tiempo que no es ni el de la Tierra ni el de otro mundo. Aquí las cosas suceden de otra manera y no es posible saber cuándo llegará el fin. Mira sus manos envejecidas, como un mapa de arrugas. Su cuerpo quedó a medio camino entre una criogenización perfecta y un estado de duermevela. El tiempo ha corrido diferente para ella respecto a sus cinco compañeros, que aún lucen jóvenes en sus cápsulas. Aparentan la misma edad que tenían cuando partió la nave de la Tierra: cuarenta, tal vez cincuenta años.

—Yo tengo cincuenta —piensa Vera—. Soy una persona grande para una misión, pero mi talento me permitió estar aquí. Ahora luzco de ochenta, pero quizás mi cuerpo esté aún más viejo. Apoya la cabeza contra la pared del pasillo y bosteza sin fuerzas.

—¡Verusha! —grita mamá—. Está en la puerta, el muchacho de la bicicleta. Mamá tiene cierta complicidad en la voz cuando dice “el muchacho de la bicicleta”. Sabe que es mi novio, pero se niega a decir la palabra. No quiere aceptar que la vida es un ciclo imparable y que ya dejé de ser una niña que jugaba con gatitos y bolas de nieve para interesarme en los chicos. Sasha vuelve de la escuela y pasa por la casa con un regalo en la canastita de la bicicleta. Miro hacia atrás para asegurarme de que mamá no está y lo beso. Bajo una mantita colorida, Polina, una gatita diminuta que Sasha me trae de regalo, duerme. Será otro lugar en mi corazón.

El corazón late despacio, y siento algo así como el frío del metal a mis espaldas. Estoy en un lugar que no sé dónde es, aunque la luz anaranjada me pega en la cara; es la silla de mi modesto departamento en Moscú. Estoy abriendo correos electrónicos cuando de repente veo uno inesperado: Estoy aceptada en la escuela de astronautas. Deseé ese momento, que nunca creí posible. Lloro de alegría y de impotencia por no poder abrazar a mi madre, que murió el año pasado. Las alegrías suelen llegar cuando no están las personas adecuadas para compartirlas. Me abrazo a Baba, que juega entre mis pies. Desde la cocina, Mila se asoma, sin entender lo que pasa. Desde que me fui de la casa de Suzdal, toda mi vida he estado sola. Solo tengo a Mila y Baba, gatos que también encontré vagando por las calles cuando iba al trabajo. Son cosas de nadie, seres abandonados que encontraron en mí un refugio.

Sasha grita:

—Eres una egoísta, una persona que no piensa en el prójimo. No sé cuál es tu idea del amor y la esperanza en la humanidad. Con tus veleidades de astronauta y científica deberías ser más humilde y darte cuenta de que hay mucha gente que te quiere y cuida. ¿Qué vas a hacer? ¿Coleccionar títulos y doctorados y regodearte mirándolos en las paredes de tu casa, rodeada de gatos? Serás la vieja de los gatos, no una prestigiosa astronauta.

Abro los ojos y el naranja se apodera de la realidad. No tengo fuerzas. Desperté para sufrir y recordar que mi vida y mi misión han sido un fracaso. Nadie vendrá a buscarnos. Solo seremos seis plaquitas de bronce en alguna pared del Kremlin. Nada más.

Veo al final del pasillo a Dimka, que me mira fijo y se acerca después de un instante. Luego, aparecen Polina, Baba, Mila, en fila india, despacio y lloriqueando. No sé por qué están aquí, pero me alegro de verlos. Es una sorpresa, una verdadera fiesta de despedida. Pobrecitos, todos abandonados. Ahora, yo también estoy a merced de nadie, soy un despojo orbitando alrededor de una estrella naranja desconocida. No pertenecemos a nadie, estamos aquí, juntos, cuidándonos en esta sinfonía de luz que baña esta nave a la deriva.

Soy de nadie, mamá, de nadie. Res nullius. Soy de nadie, Sasha, ¿Dónde están tus tortas de manzana tía Olushka?

Soy Vera, la vieja de los gatos.

Cierro los ojos y dejo que el resplandor naranja me acompañe hasta el final.

Verusha, la nena de los gatos digo.

Florencio Cruz Nicolau

Paraná, Argentina 27 de abril de 2025

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